Una imagen de El pastor, de Jonathan Cenzual Burley

El director Jonathan Cenzual Burley estrena su segunda película, El pastor, una historia con valores humanistas sobre la dignidad y la resistencia ante los embates del capitalismo.

Es posible que alguno piense leyendo el argumento de El pastor que nos encontramos ante "otra película contra la especulación inmobiliaria". La historia nos suena conocida de otros filmes aunque quizá somos incapaces de decir cuáles a bote pronto: un pastor solitario y ermitaño se niega a vender su casa y su terreno de toda la vida para que allí construyan una urbanización. El problema es que no solo los promotores inmobiliarios, también sus vecinos están ansiosos porque firme para llevarse el dinero y salir de apuros. Quizá el canon de esta historia lo marca Vive como quieras (1938), el clásico de Frank Capra en el que un rico heredero se enamora de la joven de una familia que se niega a vender su pequeña casa a su imperio financiero dificultando sus planes.



Siguiendo el esquema clásico, El pastor convierte a su protagonista en un símbolo de resistencia contra la codicia y la especulación urbanística. Algo parecido nos contó Mario Camus en su última película, El prado de las estrellas (2007), aunque no era precisamente la mejor de su filmografía. Ambientada en los alrededores de Salamanca, de donde es oriundo el director, medio británico y afincado en Londres, acierta el filme a contarnos muy bien esta historia gracias, en parte, a la magnética interpretación de Miguel Martín en la piel de ese hombre de campo al que todos confunden por paleto y que lee por las noches a Dickens y a Bolaño.



Comienza el filme con un tono moroso que recuerda al documental y nos sumerge de llena en la profunda y sencilla vida de ese pastor al que reprochan que no se haya casado y formado una familia. Recuerda un poco a ese Josep Pla solitario y de pueblo que disfrutaba sobre todo con la compañía de sus libros y el elocuente silencio del campo. Cenzual cuenta bien su película y acierta a la hora de ser fiel a los modismos y localismos propios de esa región castellana. En un cine español que tiende a un castellano neutro a veces irreconocible, los personajes de El pastor hablan un lenguaje ultralocal y muy rico que le da verosimilitud a lo que estamos viendo. Con buen oído, el director también capta con sutilidad los coloquialismos y modos de los vendedores inmobiliarios.



Poco a poco, el filme se va transformando, no debería ser una sorpresa, en una película cada vez más violenta y opresiva. El cine español postfranquista, de la mano de directores como Manuel Gutiérrez Aragón (Habla mudita, 1973), José Luis Borau (Furtivos, 1975), Montxo Armendáriz (Tasio, 1984) o José Luis Cuerda (El bosque animado, 1987) mostró una especial sensibilidad y talento a la hora de mostrar el mundo rural. Un mundo mucho más olvidado por la nueva generación de directores o muchas veces retratado en torno a clichés y lugares comunes. Se inscribe, por tanto, El pastor en una rica tradición fílmica patria que merece ser reivindicada.



No todo es perfecto en El pastor y algún acontecimiento como el del accidente del niño da la sensación de obedecer más a un giro de guión que a la organicidad de la historia, pero Canzuel conduce su película a buen puerto atento siempre a los detalles, construyendo personajes interesantes (sumen al pastor el estupendo Alfonso Mendiguchía en la piel del sibilino dueño del matadero) en una película de valores humanistas sobre la dignidad y la resistencia ante los embates del capitalismo en la que finalmente la huella más perceptible acaba siendo la de ese Carlos Saura que captó con brillante precisión la brutalidad española. Nadie insulta como un español.



@juansarda