Image: Bigelow toca la llaga de la xenofobia

Image: Bigelow toca la llaga de la xenofobia

Cine

Bigelow toca la llaga de la xenofobia

15 septiembre, 2017 02:00

Detroit indaga en los disturbios de 1987

Detroit reconstruye con sentido épico y totalizador el antes, durante y después del infierno xenófobo que se desató en los altercados de 1967 conocidos como ‘12th Street Riot'. Kathryn Bigelow estrena en nuestro país una historia en la que el centro es el Motel Algiers, lugar de detención y tortura...

Ha transcurrido medio siglo y los hechos aún siguen sin haberse esclarecido del todo, cubiertos por un manto de indeterminación jurídica y de vergüenza histórica. "Como resultado, fragmentos de esta película han sido construidos y dramatizados en base a los testimonios de los participantes y a documentos existentes", reza la leyenda final de Detroit después de haber reconstruido con sentido épico y totalizador el antes, durante y después del infierno xenófobo que se desató en los altercados conocidos como "12th Street Riot", uno de los focos históricos de las tensiones raciales de Estados Unidos. La memoria del pretérito norteamericano siempre ha sido pasto de grandes épicas hollywoodenses que, con mayor o menor fidelidad, se han propuesto articular un discurso político de carácter generalmente liberal. En ese registro opera la directora Kathryn Bigelow -acaso la única cineasta de Hollywood que dirige blockbusters de género- desde hace un tiempo, al menos desde la oscarizada En tierra hostil (2008), que junto a la crónica de la caza de Bin Laden en La noche más oscura (2012) y este nuevo trabajo, formaría una trilogía de traumas históricos en la supuesta tierra de las libertades, abordados desde distintos formatos clásicos, como la película bélica o la de espionaje.

Un campo de batalla

El centro gravitatorio del filme se encierra en el Motel Algiers de Detroit, donde en la madrugada del 25 al 26 de julio de 1967 tres jóvenes negros, civiles, fueron torturados y asesinados por miembros de la Policía local. Otros nueve -dos mujeres blancas y siete hombres negros- sufrieron los golpes y las humillaciones de una operación en la que también se vieron implicadas fuerzas de la Policía Estatal de Michigan y de la Guardia Nacional del Ejército. Las desorbitadas agresiones policiales canalizan el nivel de demencia que se apoderó del sustrato xenófobo en el fragor de los disturbios que habían convertido el distrito negro de Detroit en un campo de batalla.

El guion de Detroit, escrito por Mark Boal (guionista también de En tierra hostil y La noche más oscura) se preocupa por el texto, por señalar responsabilidades, pero sobre todo por el contexto, por todo aquello que lo hizo posible aparte de la participación de policías sociópatas y racistas. Antes de dramatizar los hechos criminales, Detroit retrata la atmósfera de fuego y furia en la que se produjeron los altercados -que arrancaron con una redada policial en una fiesta para celebrar el regreso de un veterano de Vietnam-, para después exponer la investigación de los interrogatorios policiales, los traumas de la comunidad negra y los procesos judiciales. La ambición de la película puede acabar jugando en su contra, pues los desequilibrios entre el antes y el después son manifiestos (los tres primeros actos rozan la obra maestra), pero el pulso de Bigelow para hacernos habitar las escenas al tiempo que las observamos aterrados desde fuera logra mantener la película siempre en tensión, viva.

Los movimientos del operador de cámara Barry Ackroyd y el dinámico montaje trabajan en ese sentido. Las imágenes huyen del docudrama, se quieren ofrecer como un retablo urbano de la sinrazón racial. La eficacia dramática de Detroit esquiva los simplismos en el retrato de sus personajes para poner en escena un tapiz de reacciones humanas ambivalentes, complejas, a veces indescifrables. Si el relato de la laureada Fruitvale Station (2013, Ryan Coogler), que dramatizaba un sonado episodio de racismo policial en la última noche de 2007 en Bay Area, se centraba en seguir el itinerario de la jornada de Oscar Grant hasta que irrumpía la violencia, en Detroit hay un seguimiento paralelo a diversos personajes hasta que el destino los confina en el horror del Algiers. Lo público se impone a lo privado, lo colectivo a lo individual, mientras que cada uno de los personajes viene a encarnar una idea en torno a la xenofobia sistémica y la imposibilidad del sueño norteamericano inclusivo.

Del retrato colectivo pasamos a una película de terror social, cuyo profundo pesimismo impugna los discursos de reconciliación de las tres películas que, irónicamente, se estrenaron el mismo año de los altercados, y que convirtieron a Sidney Poitier en una figura semipolítica capaz de trasladar a la pantalla una suerte de justicia poética allí donde no había más que odio y segregación: Rebelión en las aulas, Adivina quién viene esta noche y En el calor de la noche. Cincuenta años después ya no parece haber lugar para la reconciliación ni los desenlaces justicieros. Esa es la honestidad del filme, que se inscribe en nuestro presente con una pertinencia abrumadora.

Naturaleza expansiva

La visión panorámica, casi cubista, de los hechos, surge de una investigación liderada por el periodista David Zeman. Es probable que la naturaleza expansiva de una miniserie hubiera dado mejor acomodo al relato que los 143 minutos del metraje -al fin y al cabo, son varias películas dentro de la película-, pero la decisión en todo caso también parece responder a la intención de sortear las convenciones dramáticas en lo que se refiere al corte y confección de personajes basados en personas reales. Lo que caracteriza el filme es su enfoque multidimensional, sociológico.

‘Sensibilidad blanca'

Se hace necesario destacar que Detroit es un filme auspiciado y realizado por la llamada "sensibilidad blanca" hollywoodense. Tanto Bigelow como los productores y el resto del equipo técnico son de raza caucásica. Se suma la película a una nutrida nómina de producciones que en la era Obama han hurgado en las vejaciones y reivindicaciones de la negritud, y que inevitablemente adquieren un significado distinto bajo el mandato del nuevo inquilino en la Casa Blanca. Bien dirigidas por cineastas blancos (Tarantino, Jeff Nichols) o de raza negra (Barry Jenkins, Steve McQueen, Raoul Peck, Ava DuVernay), bien basadas en hechos reales (Selma, I'm Not Your Negro) o fabulados (Moonlight), en tiempos de sometimiento (Django desencadenado, 12 años de esclavitud) o de supuestas libertades (Loving), la lucha racial ha encontrado en el reciente Hollywood un cobijo para exorcizar sus demonios. En manos de Bigelow, estamos afortunadamente más cerca de Clint Eastwood que de Ron Howard o Paul Haggis. Ya va siendo hora de contemplar a la directora de Le llaman Bodhi (1991) entre los grandes narradores del cine americano.

@carlosreviriego