Jeanne Balibar en Barbara
Mathieu Amalric, uno de los grandes talentos que ha dado el reciente cine francés, estrena en nuestro país Barbara, un juego de espejos -premiado en el Festival de Cannes- protagonizado por Jeanne Balibar en el que retrata a la dama de la canción francesa desde el fetichismo.
Se retrata Amalric en el primer plano que vemos de él, enterrado bajo un mural de fotografías de Barbara que cuelgan en la pared a sus espaldas. La iconografía de la musa es pasto de fetichismo y obsesión, le devora y le alumbra, ofreciéndose así como el ectoplasma de la propia película, habitada por las fantasmagorías musicales y sentimentales de la estrella.
Persigue de este modo Amalric el sendero expresionista y centrífugo de Todd Haynes disolviendo a Bob Dylan en el juego de espejos de I'm Not There (2007). Llega más lejos el francés en la literalidad del reciclaje, pues las imágenes documentales de la cantante dialogan con sus recreaciones casi exactas, en tono, forma y composición, de modo que la secuencia de un ensayo entre bambalinas, milimétricamente editada, entra y sale sucesivamente de lo real a lo representado sin solución de continuidad. ¿Un mero ejercicio de estilo? ¿El virtuoso encadenado de un copista? El filme se la juega en la respuesta a estas cuestiones, en si el artefacto formal se refleja en la abstracción narrativa (no hay un flujo, sino un encadenado de secuencias) para revelar el solipsismo interior del personaje.
Entre lo real y lo mítico
El embrollo argumental del filme nos traslada a una suerte de cabaret desestructurado, acaso a la desesperación fracturada y melancólica desde la que Barbara interpretaba sus temas y vivía en la "carretera", pero sobre todo insiste en los placeres y los tormentos de la obsesión. La mirada de Amalric, de su personaje que es él y no es él, el de un director que filma un biopic de Barbara como una especie de redención a un proyecto frustrado del también actor y director Pierre Leon, es tanto la mirada enfangada en el juego de espejos de lo real y lo mítico, como el sentido tributo de alguien que existe bajo el hechizo de Barbara, o el del personaje que la artista creó para el mundo. Hay una conexión directa entre Yves y Joachim Zand, el mánager de un grupo de strippers de Tournée, donde Amalric también se dirigió a sí mismo. Les une la corriente de amor que vincula vida, trabajo, obsesión. El filme perfila el interior del personaje trasladando su exuberancia exterior a la puesta en escena. Pero repetimos, la verdadera historia de amor de Barbara es la del cineasta con su musa.En las memorias póstumas publicadas en 1998, apenas un año después de su muerte, Barbara confiesa que sufrió el incesto de su padre, el cual abandonó luego a su familia. La abyección asoma simbólicamente en la letra de El águila negra. Es la clase de carne cruda con la que Hollywood alimenta el sentimentalismo y los traumas que pueblan los biopics de trazo predeterminado.
Barbara muestra la adicción a las pastillas, el amor maternal bajo luz de melodrama, el intento de suicidio, la desesperación bipolar de su sujeto de devoción mediante el perpetuo simulacro, el recuerdo comentado desde una pulsión de reconstrucción notarial y evocación simbólica. En la tensión de ambos polos es donde la película se anuda, pierde aire y respira con dificultad. Sentimos que todo el juego espectral opera en la horizontalidad de un mismo discurso, que no descendemos a simas más profundas. Barbara no es el drama de una vida, ni siquiera el musical definitivo de una artista extraordinaria, sino el estudio de una personalidad magnética acechado por los misterios de la fascinación. Jeanne Balibar, cuyo trabajo como cantante fue sujeto de estudio por Pedro Costa en el documental Ne change rien (2009), transmiga su cuerpo y su voz en la huella espectral de Barbara. La dimensión interpretativa redime cualquier indecisión en la narrativa. Toda la película es como una invocación, una sesión de espiritismo que no pretende desvelar ningún misterio psicológico, ningún enigma artístico, ninguna clave biográfica. Su cometido es el de un dulce sueño que Amalric transforma en el desafiante criptograma de un corazón maltratado con una voz sanadora. El director se autorretrata, fagocita sus deseos, en el retrato o la recreación ensimismada de la artista, En cierto momento, Briggite pregunta a Yves si está haciendo una película sobre Barbara o sobre él. La respuesta, por supuesto, es "ambos".
El meta-biopic como subgénero o más bien como estado de la cuestión posmoderna, donde lo que importa no es la historia de Barbara, sino el viaje de una actriz (Balibar) que intepreta a una actriz, Brigitte, incorporando a Barbara en una película dentro de la película. Se añade algo de complejidad sumando a la función el personaje real del biógrafo de la artista, Jacques Tournier, en la recreación de varios encuentros entre ambos, pero si hemos entrado en el filme sin saber nada de la cantante y compositora, saldremos de él con poco más que algunos datos inconexos de su trayectoria.
Quizá había tanto que contar que cualquier dramaturgia hubiera anclado el tributo en el sensacionalismo de una música atada a la experiencia. Esto no es una biografía sensacionalista, ni siquiera es una biografía, pero sin duda Barbara nos invita a explorar el hechizo de un repertorio musical bello y perturbado, y si somos afortunados nos propone habitar el espíritu (musical) de una mujer extraordinaria. Podemos hasta sentirnos como en el bar Heaven de Talking Heads, donde siempre suena tu música favorita y nunca pasa nada.
@carlosreviriego