Image: El efecto Yamada

Image: El efecto Yamada

Cine

El efecto Yamada

6 abril, 2018 02:00

Isao Hashizume (izquierda), el abuelo cascarrabias que protagoniza el filme de Yamada

Vuelve el creador de la Trilogía Samurái o la serie de Tora-san con Verano de una familia de Tokio, segunda entrega sobre las desventuras de los Hirata cuya estructura remite a los valores del Japón tradicional, aunque es posible hallar signos de una modernidad en ciernes. Yoji Yamada realiza, entre la inocencia y la acidez, un velado homenaje a Ozu

Con casi seis décadas de trayectoria fílmica a sus espaldas y más de 80 películas en su nómina como realizador, Yoji Yamada (Osaka, 1931) es historia viva del cine japonés. Una historia labrada, en su mayor parte, en el seno del cine popular y en el marco de diversas sagas cinematográficas. Entre el público español, el más conocido de estos proyectos seriales es probablemente su Trilogía Samurái, formada por El ocaso del samurái (2002), La espada oculta (2004) y Love & Honor (2006), donde Yamada diseccionó en clave costumbrista el crepúsculo de la más célebre casta guerrera nipona. Sin embargo, entre sus compatriotas, el cineasta es célebre por haber concebido y desarrollado la saga de Tora-san, publicitada como "la más larga serie fílmica del planeta". No es para menos, dadas las 48 películas de la serie realizadas entre 1969 y 1995, un año antes de que el fallecimiento del protagonista (Kiyoshi Atsumi) acabara con las peripecias de Tora-san, un vendedor ambulante perennemente desafortunado en el amor.

La nueva saga de Yamada lleva por título Maravillosa familia de Tokio y, por el momento, se han estrenado dos entregas. Hay una tercera en camino y se ha realizado un remake chino. Un cómputo óptimo tratándose de una franquicia fílmica con apenas tres años de vida, aunque no es nada sorprendente si se atiende al frenesí creativo del que sigue haciendo gala, a sus 86 años, el prolífico Yamada. En el caso de esta saga humorística ambientada en el Japón contemporáneo resulta especialmente esclarecedor atender a su origen, que cabe situar en el remake del clásico de Yasujiro Ozu, Cuentos de Tokio (1953), que dirigió Yamada en 2013, titulado Una familia de Tokio. Reuniendo al grupo de actores con el que recreó el drama intergeneracional de Ozu, Yamada inauguró en 2016 la saga de la Maravillosa familia de Tokio dando rienda suelta a la vertiente más caricaturesca y desenfadada de su cine, pero sin dejar de lado el poso de estoicismo y melancolía heredado del maestro Ozu.

Verano de una familia de Tokio, segunda entrega de la saga, ahonda, con trazo tipológico, en el retrato de un núcleo familiar cuya estructura remite a los valores del Japón tradicional, aunque como ocurría en la primera entrega -donde la abuela amagaba con solicitar el divorcio- es posible hallar signos de una modernidad en ciernes: en esta ocasión, a través de unos mensajes de móvil sobreimpresionados en la pantalla. En las desventuras de los Hirata, cuyas tres generaciones comparten casa en un barrio residencial de Tokio -lejos de la urbe ultramoderna que suele presentar el cine-, hallamos un cuidado equilibrio entre inocencia y acidez. La nobleza la pone la pareja más joven del clan -interpretada por dos estrellas emergentes del cine nipón, Satoshi Tsumabuki y Yu Aoi- mientras que la visión más corrosiva de la vida familiar nos llega de la pareja de ancianos, sobre todo del abuelo quejica y cascarrabias al que encarna Isao Hashizume. Por su parte, la abuela -Kazuko Yoshiyuki, mítica protagonista de El imperio de la pasión (1978) de Nagisa Oshima- sacia su admiración por Ingmar Bergman y August Strindberg partiendo de viaje a la Europa nórdica.

Emblema de Shochiku

En el cine japonés contemporáneo, Yamada no es el único cineasta que exhibe con orgullo la influencia de Ozu (ambos son emblemas del gran estudio Shochiku). Encontramos señas más o menos visibles del director de Primavera tardía (1949) en la obra de casi todos los autores de referencia del panorama nipón: en el intimismo de Nobuhiro Suwa, en los drama intergeneracionales de Hirokazu Kore-eda o en la exploración del zen por parte de Naomi Kawase. No es descabellado apuntar que, en el panorama actual, el intimismo sosegado de Ozu le ha ganado la partida a la exuberancia expresiva de Akira Kurosawa y al preciosismo historicista de Kenji Mizoguchi.

En cuanto al acercamiento de Yamada a Ozu en Verano de una familia de Tokio, cabría definirlo como más epidérmico que sustancial. Están los escenarios característicos del director de La hierba errante (1959): los restaurantes rústicos para hombres de negocios atendidos por serviciales mujeres, las callejuelas recorridas por niños uniformados y, ante todo, el espacio doméstico como territorio en el que confluye lo cotidiano y lo trascendental. También hallamos una organización familiar de tipo patriarcal, el modelo predominante entre una cierta burguesía. Sin embargo, estilísticamente Verano de una familia de Tokio se desmarca del imaginario de Ozu. En lugar de encuadres reposados, Yamada apuesta por unos virulentos contrapicados y unos primeros planos que hacen pensar en la adaptación de un manga imaginario. Y no es que la comicidad fuese ajena al universo del comedido Ozu -los pedos formaban una subtrama de Buenos días (1959)-, pero Yamada la aborda desde una fisicidad espástica, de tropiezos y caídas absurdas. A la postre, el momento de Verano de una familia de Tokio donde el espíritu de Ozu palpita con mayor intensidad es aquel en el que la cámara se detiene ante un vaso de whisky y se disuelven unos cubitos de hielo: una elegante y templada alusión a la inexorabilidad del tiempo.