Le livre d'image, de Jean-Luc Godard

Godard se propone repensar el mundo, la agonía de la civilización, en El libro de imágenes, quizá su última película; Pawlikowski presenta Cold War, un romance puesto a prueba por el destino y eficaz y Serebrennikov muestra en el festival francés un entretenido musical nostálgico: Leto.

Hace cincuenta el Festival de Cannes suspendió sus proyecciones porque Jean-Luc Godard y sus compañeros generacionales, entre ellos Carlos Saura, se solidarizaron con las protestas estudiantiles del agitado mayo francés. La revolución frustrada de entonces reverbera en las últimas palabras de El libro de imágenes, el filme que el legendario cineasta ha presentado medio siglo después en el mismo escenario. Tiene que desatarse una revolución, sigue pensando el autor de Histoire(s) de cinema, cuya caligrafía ensayística de collage y abstracciones sigue perpetuando en este nuevo ensayo de imágenes y de intertextualidad, de remezclas y rimas, determinado a glosar con voz de crepúsculo las inquietudes del espíritu y el pensamiento de nuestro tiempo. Casi como si fuera una secuela de El origen del siglo XXI, que terminaba con el mismo baile hasta la muerte de El placer de Max Ophüls, El libro de imágenes se propone repensar el mundo, la agonía de la civilización, desde imágenes de ficciones que se anticiparon a la realidad, que narraron el siglo de los horrores, pero también el de la belleza existencial y el crepúsculo de L'Atalante, de Vértigo, de Johnny Guitar o de El perro andaluz. Desfila el cine y la historia como sueños de carácter visionario.



Cerca del final en su camino de lucidez radicalmente independiente, en la que acaso sea su última película, Godard no necesita ya comentar esas imágenes y escenas como hacía en las Histoire(s) mediante citas y palíndromos atravesando la pantalla. Ahora las reutiliza y las reelabora quemando su luz, saturando sus colores, recortando sus límites. El trabajo de sonido es espeluznante, una rapsodia de coros y mantras y dudas que lejos de querer adoctrinar, plantea preguntas sin descanso, interpela al intelecto y a la emoción. El cine entendido como un eterno remake, pero también y sobre todo la Historia, que no cesa de repetirse. En la voz desespera(nza)da del ermitaño de Rolle, el arte sigue preguntándose cuál debe ser su papel en un mundo cuyos hombres han dejado de creer en sí mismos, ahogados en una tristeza irrespirable. El cineasta Godard tiene una parte de historiador, otra de ensayista y otra de poeta. El coraje y la honestidad a tumba abierta conectan las tres vertientes. El historiador se expresa releyendo el archivo del patrimonio audiovisual, el ensayista articula su discurso escribiendo con las imágenes y el poeta nos habla con el misterio de todo aquello que surge de la confrontación (las rimas) entre esas imágenes y los sonidos.



El libro de las imágenes se estructura en cinco capítulos o fases. El último de ellos es la "Región Central", la región islámica y los países árabes, cuna de la imposibilidad revolucionaria ("siempre habrá bombas", susurra Godard) y espejo de la vergüenza de Occidente según el autor de Adiós al lenguaje. Es sin duda la parte más novedosa del filme, el territorio más inexplorado formalmente en sus trabajos ensayísticos previos, y sobre todo el pensamiento que desciende al pasado para cartografiar la demencia y las contradicciones del presente. Dirán de este nuevo desafío godardiano que es puro hermetismo, dirán de este libro de imágenes que está cerrado y no hay forma de leerlo (o desencriptarlo) pues tanta información aparentemente inconexa y susurrada se enrosca en su propia complejidad. En verdad es todo lo contrario: el pensamiento germina de las imágenes y los sonidos hacia infinitas direcciones. Esta película podrá ser revolucionara o no, pero desde luego compite en otra dimensión respecto a las que se seguirán viendo durante la próxima semana en Cannes. Y obviamente, como ha ocurrido varias veces antes, a Godard por aquí nadie le espera. Lo dice en la película, él ya vive "en un tiempo fuera del tiempo".



A Cold War, de Pawel Pawlikowski

El polaco Pawel Pawlikowski conoció el éxito internacional con la magnífica y oscarizada Ida, cuya escena del suicidio de la protagonista se implantó en la memoria de los espectadores como un cierto hito del reciente cine de autor. El regreso del cineasta con Cold War confirma su talento de esteta delicado y afianza su estatuto de prestigio en la cinematografía europea. De nuevo inscribiendo el relato en el género del drama histórico, rodado en blanco y negro digital y formato casi cuadrado, se centra el filme en una imposible, pasional historia de amor entre dos músicos, Viktor y Zula (basados en personajes reales), que recorre quince años (de 1949 a 1964) y diversos países -Polonia, Alemania, Yugoslavia y Francia- durante la posguerra europea. Rueda Pawlikowski con una sensibilidad extraordinaria para la composición y conmoción de las imágenes, trazando a través de un romance puesto a prueba por el destino, surcado de giros, ausencias y reapariciones, las convulsiones de la guerra fría europea bajo el contraste de los estilos de vida al este y al oeste.



Hay en la belleza estética de las imágenes la búsqueda concienzuda y prediseñada de unas formas que se contagian sutilmente de las cinematografías de su tiempo y lugar, del cine soviético que va de Eisenstein (la propaganda musical) a Tarkovsy (el magnífico epílogo), pasando a su vez por Fassbinder (en el Berlín Oriental) y el cine de la Novuelle Vague, cuando la pareja de amantes se instala en el París jazzístico de los cincuenta, donde musicalizan películas y hasta graban un álbum de chanson francesa. Las elipsis y los cortes secos en las tripas del tiempo del relato confieren al drama un cierto esquematismo a medida que avanza, que se contagia a las formas, pero se agradece que el cineasta no haya tratado de contarlo todo con intrascendentes escenas dialogadas y explicativas, para centrarse sin embargo en el magnetismo de los amantes, sus energías siempre renovadas, las atmósferas cambiantes de opresión y libertad, y sobre todo la esencia de un sentimiento amoroso que se sostiene sobre dos personajes magníficos, de marcada personalidad y singular belleza, interpretados con química por Tomasz Kot y Joanna Kulig.



Leto, de Kirill Serebrennikov

En el Leningrado rojo de principios de los ochenta la pasión subversiva de la música popular también quería abrirse paso. El director teatral y cineasta ruso Kirill Serebrennikov, en arresto domiciliario por su oposición al Gobierno de Putin (que le condenó por malversación de fondos), ha querido contarnos esa historia en Leto (Verano), un eficaz y entretenido musical nostálgico con romance triangular que parte de una excelente premisa pero no termina de atrapar el sueño de aquella generación perdida con la suficiente corriente de irreverencia y energía que reclama la banda sonora. Lou Reed, T-Rex, Blondie, Bowie… son los artistas cuyos temas llegan con cuentagotas y de forma clandestina a la juventud del régimen de Brehznev, inspirando al músico Mike Naumenko (Roma Zver), casado con Natalia Naumenki (en cuyas memorias se basa la película), y a Viktor Tsoi (Teo Yoo), que acabaría convirtiéndose en figura legendaria de la banda Kino. Ambos músicos fallecieron antes de cumplir los 40 y sus historias trazan el recorrido cándido y ligero del filme, apenas sin confrontación dramática.



Filmada por Vladislav Opelyants en un vívido blanco y negro, que nos remite al biopic Control alrededor del líder de Joy Division, la escena musical de Leningrado en aquel tiempo se ofrecía como una vía de escape a la burbuja comunista, de ahí que las imágenes rompan los límites realistas con varias secuencias de fantasía, como videoclips de arte y ensayo, en las que el reparto interpreta versiones de grandes hits, especialmente reseñable el Psicho Killer de Talking Heads que bailan en un tren cuando un anciano les increpa y les reprocha sus "contagios occidentales". La música que predomina es en todo caso la de las composiciones de la banda Zoopark y Viktor Tsoi, en un ambiente donde los censores debían aprobar las letras de las canciones, y donde a la ecuación del rock & roll le faltan el sexo (todo se disputa en los sentimientos, no en los cuerpos) y las drogas. A pesar de la sensación prefabricada de las imágenes y el relato, que apenas busca la verdad de un gesto o de una interpretación, el sentimiento de pérdida y de imposibilidad de la protesta que transmite la película revela su emoción subterránea como una estampa muy ilustrativa de un tiempo frustrado en la memoria musical europea.



@carlosreviriego