¿Dónde está el cine ahora?
Hasta el último año del siglo pasado, cuando nacía El Cultural, la cuestión baziniana "¿Qué es el cine?" seguía siendo relevante. No tanto como lo fue para los nuevos cines de los sesenta y las grandes rupturas de la modernidad, no tanto como acaso lo fue en las plenitudes formales esencialmente lúdicas que trajeron los fervores de la posmodernidad, pero en su ocaso, cuando películas como La bruja de Blair (1999, Myrick & Sánchez), El viento nos llevará (1999, Abbas Kiarostami), La delgada línea roja (1998, Terrence Malick), In the Mood for Love (2000, Wong Kar-wai) o Todo sobre mi madre (1999, Pedro Almodóvar) llegaban a las pantallas, seguía siendo pertinente preguntarnos por la naturaleza ontológica del cine, qué era aquello que representaba y cómo podíamos vislumbrar o alumbrar el mundo a través de él. Veinte años mediante, las mutaciones han sido tan profundas que han transformado para siempre tanto las formas de hacer como de "concebir" y "consumir" las imágenes, y entonces la pregunta esencial también ha cambiado de forma inevitable, mientras la crítica de cine mainstream lloraba por un pasado mejor.
Como ya han venido haciendo varios teóricos de la imagen en este siglo XXI, hoy debemos necesariamente plantearnos "¿Dónde está el cine?". Y la respuesta a esa pregunta está plagada de callejones sin salida que, probablemente, nos conduzcan de nuevo a la cuestión seminal, ataviados en rodeos semánticos como "hecho audiovisual", "ecosistema de imágenes" o, poniéndonos materialistas, "objeto-cine". Cuando un hito de la historia del arte como es la película póstuma y perdida durante treinta años de Orson Welles, Al otro lado del viento (2018), no se estrena en salas o filmotecas sino en una plataforma en streaming (pues es Netflix quien ha financiado su recuperación y montaje); cuando esa misma plataforma y productora conquista el León de Oro de Venecia (Roma de Alfonso Cuarón) y produce y estrena el último trabajo del gran evangelista de la preservación analógica llamado Martin Scorsese, ¿qué otro interrogante puede interpelarnos con mayor inquietud?
La era del 'postcine'
Cruzada la revolución digital, con todas sus ganancias y perversiones, que en la vertiente industrial, si no artística, ha generado transformaciones más radicales que las agitadas por el cine sonoro en los 30 y la introducción del color en los 40 y 50 del siglo pasado, convinieron académicos y teóricos en denominar "post-cine" a ese ente que se manifiesta de modo menos fantasmagórico que antes, y que está en la ficción televisiva de calidad y las plataformas en streaming (de The Wire y Los Soprano a Horace & Pete y Atlanta), en un vídeo de safari colgado en YouTube (Battle at Kruger fue votada como mejor película de 2007 por cierta crítica), en festivales de cine heterodoxo, en galerías de arte y museos (Five de Abbas Kiarostami, las instalaciones de Apichatpong Weerasethakul o de Steve McQueen, etc.), en las experiencias inmersivas de realidad virtual (Carne y arena de Alejandro G. Inárritu), en la última broma de un youtuber -que copa toda la atención de un festival de cine de terror- o hasta en una "story" de Twitter o Instagram. ¿Dónde está el cine por lo tanto?
Paul Thomas Anderson ha demostrado que el cine está en todas partes, en el clasicismo y en la modernidad, en lo viejo y en lo nuevo
Hoy conviven o se confrontan formatos y ventanas de exhibición de muy diversa naturaleza, seguramente impensables hace dos décadas, ni siquiera una, cuando los adalides del cine estereoscópico con James Cameron y su Avatar (2009) a la cabeza anunciaron nuevos umbrales de percepción formal que aún estamos esperando. El fracaso industrial y creativo del 3D (como lo había sido varias veces antes) fue sonado a pesar de la renovación digital del parque de salas globalizado que financiaron las majors para colocar sus productos y eliminar a los independientes del mercado, a todos aquellos que tuvieran algo que decir en formas no convencionales, con personalidad propia o políticamente incorrectas. En gran parte lo consiguieron, y mientras las propuestas de autor se han ido segregando fuera de las salas comerciales hacia lugares más porosos a intereses financieros modestos o espacios de distribución alternativos y hasta paralegales (benditos "peer to peer"), los multicines se han visto monopolizados por personajes con mallas y capa, criaturas fantásticas de universos del cómic o el videojuego, de secuelas, precuelas, remakes y reboots que alimentan el merchandising depredador de un imperialismo cultural satisfecho de sí mismo, pero que también experimentan y fuerzan los límites de la imagen generada por ordenador. La semilla de George Lucas en 1977 ha brotado en múltiples y largas ramificaciones mientras transformaba al espectador-reflexivo en espectador-impulsivo, al crítico en fan.
El 'otro cine' español
Aún con todo, los gestos de resistencia se manifiestan de diversos modos, y en un entorno en el que la imaginación es fotorrealista y el cine de trucajes perdió la esencia prestidigitadora de George Méliès, en esta cultura del fake y del viral en el que las imágenes ya no son plenamente fiables (dejaron de ser una huella fotoquímica del mundo para convertirse en códigos binarios), autores populares y de prestigio crítico en el espectro de la industria norteamericana como Quentin Tarantino, Christopher Nolan, Paul Thomas Anderson o Noah Baumbach siguen confiando para sus proyectos en el rodaje y tratamiento analógico de la imagen, a pesar de que Kodak cesó de producir celuloide en junio de 2009, tras 74 años de producción, debido a la bajísima demanda. Esos movimientos de repliegue se han manifestado en todas las geografías, también en nuestro cine. Y así, Jaime Rosales y su cruzada por el celuloide y la autoría independiente fue aupado por la Academia como centro de referencia de esos "otros cines" que han protagonizado los capítulos más refrescantes y reflexivos del cine español de este siglo. El triunfo en los Goya de La soledad (2007) aglutinó la atención de un "impulso colectivo" en el que el cineasta hace cine sin pactar con la industria. Mientras Hollywood detectó en Alejando Amenábar a un pupilo de Spielberg seguido de cerca por Bayona -emblemas de la "profesionalización creativa" y del éxodo a Hollywood del cine español en estos veinte años-, Cannes detectó en Honor de cavallería el talento de Albert Serra para conjugar mito y posmodernidad, tradición y vanguardia, y cuya filmografía sui generis revela la proyección internacional de ese "otro cine" cuya radicalidad le mantiene aún alejado del púbico, pero que transita cómodamente por citas internacionales de prestigio como Locarno o Rotterdam.
Si queremos plantear un recorrido por el cine norteamericano en términos creativos, resulta especialmente interesante poner en relación el film que hizo Anderson en 1999 y el que nos ha entregado casi veinte años después, coincidiendo con el periodo de vida de esta publicación. De Magnolia (1999) a El hilo invisible (2018) se adivina un trayecto del barroquismo al minimalismo que dejó atrás el peso del cine dramático para diluirse en una abstracción emocional y fantasmagórica en la que el cine está en todas partes, en el clasicismo y la modernidad, en la historia y la intimidad, en lo viejo y lo nuevo, en la comedia, el drama y el terror, como ese espectro del post-cine que ha neutralizado por completo las etiquetas que antes nos permitían ordenar la cosmología del cine. Una película tan escurridiza y desesperanzada como Zodiac (2007) abría hace una década sin embargo un camino nuevo hacia la complejidad del relato clásico por la vía de dinamitar sus certezas, y así fue como David Fincher abrazó la complejidad de la realidad indescifrable del siglo XXI, anticipando de paso la posverdad en la que las evidencias han dejado de ser determinantes. Todo son historias dentro de historias. También para el cine.
Mientras piezas de culto creciente como Olvídate de mí (2004), Under the Skin (2013), I'm Not There (2007), The Congress (2013) o la trilogía de la muerte de Gus Van Sant redefinían la estética indie, el fin del cine participaba del largo trayecto de Apocalipsis humano, paranoia terrorista, depresión económica y dictadura tecnológica que no ha cesado en el mundo post 11S. Lo hemos visto y hasta experimentado en relatos de desaparición y exterminio de todo género y naturaleza, como si el post-cine solo pudiera realmente hablar de eso, desde la superproducción bombástica al minimalismo del vacío, desde Pixar a Lars Von Trier, hasta que el húngaro Bela Tarr disolvió a negro en la definitiva El caballo de Turín (2011) y David Lynch otorgó carta de nobleza a la imagen en vídeo con el final de su trilogía sobre la muerte de Hollywood, Inland Empire (2006), que era también la defunción de un cine que ya no volverá, al tiempo que Pedro Costa encontraba y grababa en soledad absoluta el Apocalipsis de los desheredados de este siglo en un barrio deprimido de Lisboa. Si en el alba del siglo XXI se trataba de renovarse o morir, todo un cine ha asentado su discurso en la necesidad de renovarse muriendo.
Las disoluciones entre la captura de la realidad y la fabulación han protagonizado las búsquedas formales
El mundo líquido alumbraba así el cine líquido que fluye de forma transnacional y transgrede fronteras preestablecidas. Hollywood deja de ser el centro y el japonés Nobuhiro Suwa dialoga con Rosellini en París (Un couple parfait, 2005), Hou Hsiao-sien extrema el preciosismo manteniendo intacta su fe en la captura de lo real (The Assassin, 2015), Michael Haneke nos coloca en el abismo de una Europa deshumanizada en su trayecto de la gelidez austríaca (Funny Games, 1997 y 2007) al confort de palmas y premios (Amour, 2010), el cine rumano nos conduce al hiperrealismo de corte político-social con una generación liderada por Cristi Puiu y La muerte del señor Lazarescu (2005), un tailandés conquista la Palma de Oro con una película sobre la transmigración de almas y leyendas orales (El tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas, 2010), el ruso Aleksandr Sokurov filma el plano secuencia más largo del cine comprimiendo la historia rusa en el Hermitage (El arca rusa, 2002) y las hibridaciones incesantes entre documental y ficción alcanzan incluso al cine animado de la mano del israelí Ari Folman (Vals con Bashir, 2008).
Las disoluciones entre la captura de la realidad y la fabulación a partir de ella sin duda han protagonizado las búsquedas formales y narrativas del cine del siglo XXI, como si después de asistir en las televisiones a la realidad-espectáculo de las torres gemelas desplomándose, el cine tuviera necesariamente que hurgar en la ficción desde estéticas documentales: las poéticas del argentino Lisandro Alonso (La libertad, 2001) o el mexicano Carlos Reygadas (Post Tenebras Lux, 2012), la trilogía Bourne de Greengrass, el cine fantástico (Monstruoso, 2008), la ciencia-ficción (Gravity, 2013), las adaptaciones literarias (Lady Chatterley, 2006) y hasta el drama histórico, como el último gesto de un dinosaurio de la modernidad, explorador del realismo cinematográfico, Eric Rohmer, quien en El romance de Astrea y Celadón (2007) filma una fábula erótica del pretérito como un suceso del presente.
Caminos poco trillados
Entran ahí los testimonios y confesiones en primera persona, el cine del yo en todas su variantes, que rompió los nichos tradicionales del underground para llegar a audiencias más amplias a partir de Tarnation (Jonathan Caouette, 2003), erigido en cierto emblema del "espectáculo del yo" alimentado por Facebook. José Luis Guerín dio un nuevo estatuto creativo al documental con su éxito inesperado En construcción, y su cine ha servido de enlace entre los legados de Víctor Erice, Joaquín Jordá, Jonas Mekas y toda una hornada de cineastas que han sintonizado el cine del yo con las búsquedas estéticas y narrativas de su tiempo. Creadores como Oliver Laxe (Todos vos sodes capitanes), Javier Rebollo (La mujer sin piano), Pedro Aguilera (La influencia), León Siminiani (Mapa), Sergio Oksman (O Futebol), Carlos Vermut (Magical Girl) o Juan Cavestany (Esa sensación), Jonás Trueba (Todas las canciones hablan de mí), Los Hijos (Los materiales) o Nacho Vigalondo (Los cronocrímenes) han propuesto lecturas alternativas al cine español, ciertos desvíos de los caminos trillados, que conectan directamente con la tradición iconoclasta de nuestro cine.
En las rupturas con los cánones, los hábitos industriales y las mutaciones de la imagen, la mirada femenina ha jugado y sigue jugando un papel esencial. La frescura aun intacta de la legendaria Agnès Vardá (Los espigadores y la espigadora, 2000), y la despedida repentina de Chantal Akerman con No Home Movie (2015) nos recordaron que la lucha feminista se viene librando desde hace setenta años en el cine. Han abierto puertas a las voces de Kathryn Bigelow (primera directora en obtener un Oscar, en 2009), Naomi Kawase, Claire Denis, Isabel Coixet, Lucrecia Martel, Mia Hansen-Love, Kelly Reichardt o Maren Ade, entre muchas otras. No solo se han ido incorporando más mujeres al espectro de la creación cinematográfica, aunque todavía la distancia patriarcal es injustificable, sino que los propios géneros cinematográficos han virado hacia una sensibilidad y punto de vista hasta ahora ocultos. El caso más claro es el del wéstern. Los últimos trabajos que se han propuesto renovar las esencias del género más noble del cine americano lo han hecho incorporando ese punto de vista tradicionalmente fuera de la ecuación, en filmes como Meek's Cutoff (2010, Kelly Reichardt), Deuda de honor (2017, Tommy Lee Jones) o Western (2017, Valeska Grisebach).
Lynch regresó a Twin Peaks para alterar el desorden establecido y entregar la fantasmagoría destilada en puro genio, tan visionario y exclusivo que seguirá alimentando el destino de las imágenes y las rupturas del porvenir. Y aquello evidentemente no era cine pero tampoco era algo menor que el cine, un viento huracanado en el sistema de imágenes y narraciones que nos adormecen, con la fuerza de deflagración de El perro andaluz (1929), la inventiva de Cocteau y el descaro del cine anémico de Duchamp. La magia de la ficción-ensayo sobre la evolución y el presente del cine que Leos Carax convocó en la impagable Holy Motors (2012) nacía precisamente de la fascinación por Rien que les heures (1929) de Cavalcanti y las vanguardias y surrealismos de entreguerras. Hay una actitud punk que ha sobrevivido a la representación del final del mundo como concepto de mercado para realmente sentir la devastación frente al final de algo que da paso a otra cosa incierta, en la que estamos ahora inmersos, tras el lapidario Adiós al lenguaje (2014) que celebraba Jean-Luc Godard. Y mientras el ermitaño de Rolle celebraba el final con una nostalgia que se niega a sí misma proyectando un futuro indescifrable, Richard Linklater completaba su milagroso Boyhood (2014), film-río que construía su argumento invisible durante doce años no tanto para capturar el paso del siglo XXI, sino para revelar sus vacíos. Booyhood podría justificar en sí mismo el invento de los Lumière ahora que finalmente los kinetoscopios de Edison han ganado la partida y la experiencia individual se ha impuesto sobre la colectiva. El cine ya es tan frágil como un poema. Un fantasma que está en todas partes y en ninguna.