Image: Robin de Vendetta

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Cine

Robin de Vendetta

13 diciembre, 2018 01:00

Taron Egerton protagoniza la versión de Robin Hood dirigida por Otto Bathurst

Cada época tiene los héroes que se merece o, más bien, los que fabrica y reconstruye a su medida. El nuevo Robin Hood del siglo XXI es el adalid de la corrección política y la justicia social, pero es también el más divertido, atractivo y espectacular que hemos visto en mucho tiempo.

Ya puedo oír las voces que condenen la nueva versión de la historia de Robin Hood, que supone el debut en la gran pantalla del veterano de la televisión Otto Bathurst, en base a su absoluta carencia de cualquier rigor histórico o verosimilitud. Como si los creadores del filme no lo supieran. O como si Robin Hood hubiera existido realmente alguna vez.

Resulta harto gozoso comprobar que a los guionistas, productores -entre los que se cuenta el concienciado Leonardo Di Caprio, quien seguramente hubiera en otro tiempo disfrutado interpretando él mismo al justiciero medieval-, diseñadores de producción, actores y, por supuesto, director, no les importan una higa nimiedades tales como la Historia, el respeto por las versiones anteriores del personaje o la suspensión de la incredulidad.

De hecho, los irresponsables de este Robin Hood sin bigote ni barba, han decidido coger el arco por las flechas y lanzarse de lleno a un espectacular, descarado y divertido pandemónium que mezcla, combina y remezcla el comic-book (los orígenes del héroe, claro), el panfleto político bienintencionado, el cine de acción de Hong Kong -no en vano producen también los chinos, sin duda en su incansable socavar y sutilmente destruir las grandes tradiciones occidentales-, los héroes con doble personalidad estilo El Zorro y las fantasías medievales (por supuesto más fantasías que medievales).

Ben Mendelsohn, enfundado en un abrigo de diseño, interpreta al Sheriff de Nottingham

El resultado, próximo al de obras tan disfrutables e incomprendidas como Rey Arturo: La leyenda de Excalibur (Guy Ritchie, 2017), Los tres mosqueteros (Paul W. S. Anderson, 2011) o Plunket y Macleane (Jake Scott, 1999) -que algún día serán puestas en el lugar que merecen por futuras generaciones de frívolos cinéfagos-, exhibe muchas más virtudes que defectos, comenzando por su joven y atractivo protagonista, Taron Egerton, prosiguiendo por su delicioso diseño artístico, lleno de luz, variedad y color en un mundo de oscuridad monocromática, y terminando por su ridículo pero entrañable discurso político, que nos ofrece al primer Robin Hood podemita de la historia del cine.

Así, la clásica trama de ladrón que roba a los ricos para dar a los pobres se convierte en un ingenuo manifiesto anti-sistema que equipara la capucha de su protagonista a la máscara de Guy Fawkes en V de Vendetta -mítica novela gráfica de Alan Moore y apreciable película de James McTeigue-, en una Nottingham retrofuturista de edificios propios de Flash Gordon y de clásicos Disney como La Bella Durmiente o Merlín el encantador. Además la película viste a sus personajes con elegantes chaquetas y abrigos de cuero más propios de Matrix que del Medioevo y, sobre todo, plantea los personajes, héroes y villanos, bajo el prisma de la nueva revolución proletaria y las más juveniles, tópicas, buen-rollistas y políticamente correctas doctrinas, al borde mismo de la parodia y el ridículo.

En efecto, el nuevo Robin de Loxley -obsérvese la variante ortográfica para distanciarlo de los anteriores Locksley- es todo un veterano de la Guerra de Irak, perdón, de las Cruzadas -que se nos muestran en el más genuino estilo Black Hawk derribado o película bélica de Michael Bay-, quien a su retorno encuentra sus propiedades confiscadas y a su amada Lady Marian casada con un socialdemócrata radical, líder de los trabajadores mineros de Mordor, o algo similar (¿quién demonios dirige esa mina, que parece de la Cuenca Asturiana?).

Ni corto ni perezoso, abducido por Jamie Foxx, musulmán moderado y maestro jedi que le inicia en las artes marciales islámicas como si tal cosa existiera, Robin se propone reconquistar a su amada y de paso acabar con la tiranía aristocrática y los impuestos de guerra del Sheriff de Nottingham, estupendo y mezquino Ben Mendelsohn cuyo discurso xenófobo con aires trumpalistas oculta la más abyecta traición a la patria y el más puro afán de enriquecimiento personal. Así, se convierte pronto en una suerte de Pimpinela Escarlata a la inversa, sembrando el caos y la revolución y llevando esperanza a los explotados mineros -varios de ellos emigrantes jamaicanos, por supuesto-, lo que a su vez despierta las iras de otro fantástico archivillano (nunca mejor dicho): el Arzobispo que interpreta Ian Peck, auténtico ejemplar de la Iglesia más intolerante y cómplice del poder, que tiene su contrapeso en el simpático Fray Tuck de Tim Minchin, obviamente próximo a la teología de la liberación y al marxismo cristiano (algún día habría que escribir sobre la tendencia anticlerical del cine de aventuras del nuevo milenio...).

Encontronazo entre antisistemas y antidisturbios 'medievales'

Llegados a cierto punto, y evitando tentaciones de spoiler, es inevitable que estalle la lucha en las calles de Nottingham entre los mineros y trabajadores y las fuerzas del orden al servicio del poder establecido, enfrentamiento que Bathurst rueda como si estuviéramos asistiendo a la clásica batalla campal entre antidisturbios y grupos radicales anti-sistema en cualquier capital donde se reúna el FMI. Por supuesto, no faltan pinceladas de empoderamiento femenino, ni algún personaje ideológicamente dudoso que acaba corrompiéndose, y no tardaremos en descubrir tampoco que, en el fondo, los revolucionarios -ironía perversa que quizá se les escapa a los guionistas- están apoyando involuntariamente a esa sacrosanta monarquía británica que en la lejana Londres no se entera de nada.

Con todas sus incongruencias, tanto ideológicas como cinematográficas, que en la mayoría de los casos están claramente buscadas y rebuscadas por los creadores del invento, este Robin Hood donde las fiestas de la nobleza local se parecen más a las de Blade Runner que a un grasiento banquete normando, resulta francamente divertido, entretenido y bonito de mirar, mucho más de lo que se puede decir de la triste revisión del personaje que firmara un Ridley Scott en horas bajas allá por 2010, estando por supuesto más cerca del clásico de los 90 dirigido por Kevin Reynolds -donde junto al atractivo Kevin Costner, Morgan Freeman apuntaba ya maneras de Little John- y, en realidad, de las deliciosas fantasías de vodevil, cartón piedra y alegres muchachos protagonizadas por Errol Flynn o Douglas Fairbanks Sr. en el viejo Hollywood. Si a ello se le suman sus aires de ingenuo panfleto político, que recuerdan en tono menor la politización del western y la aventura propia de los años 60 y 70 del siglo pasado, especialmente en el cine europeo, el resultado final es una apreciable reificación ideológica, visual, estética y comercial de un viejo héroe que se niega a desaparecer del imaginario colectivo, adoptando nuevos disfraces para cada tiempo.

Eso sí, este Robin Hood tiene todas las de perder frente al cinéfilo y el crítico tradicionales, fuerzas reaccionarias que pontifican tanto como cualquier Arzobispo corrupto que se precie y cuya carencia de sentido del humor, ironía y apreciación estética son más conservadoras e inmovilistas que las del propio Sheriff de Nottingham.