Teddy Perkins, el inquietante personaje de la segunda temporada de Atlanta
La segunda temporada de Atlanta se enmaraña hasta constituirse como el nudo gordiano de la ficción televisiva actual. La incontestable creación de Donald Glover se aparta, sin abandonarlos del todo, de los mecanismos propios de la ‘serialidad'. Buena parte de los once episodios de esta nueva entrega funcionan como entes autónomos que no necesitan ponerse en correlación con el resto de capítulos, por más que la suma de las partes dote al conjunto de solidez contextual. Atlanta ha evolucionado desde la comedia racial al terror existencial en paralelo al ascenso a la presidencia de Donald Trump. Si, en su fuero interno, la producción de FX es capaz de fluctuar entre la crítica al neocapitalismo de FUBU y el simbolismo sutil que impregna cada plano de esa obra maestra que es Teddy Perkins, su aspecto formal la aleja de cualquier convencionalismo. La tensión entre formatos parece ser el correlato lógico de este tratado sobre la angustia sistémica en el que los problemas étnicos, económicos, sociales y culturales son puestos sobre el tapete sin caer jamás en el victimismo ni en la superioridad intelectual. La sensación de miedo generada por una puesta en escena asfixiante, marcada por la escasa profundidad de campo, la imagen granulosa y las composiciones visuales de apariencia selvática, describen una América al borde del colapso.El nivel de atrevimiento que desprende la segunda entrega de Atlanta no es un caso aislado. La búsqueda de públicos específicos ha sido un acicate para que vean la luz propuestas de narrativa intrincada como Legion (Noah Hawley, 2017-?), collages documentales como Wormwood (Errol Morris, 2018) o estilizados juegos en clave de género como Killing Eve (Phoebe Waller-Bridge, 2018). Ahora bien, tal vez sean Homecoming y Better Call Saul las producciones que mejor compaginan el storytelling con la explotación de nuevas vías expresivas. El juego con los formatos y con los tiempos que propone Sam Esmail a propósito de una trama que mezcla tratamiento del estrés postraumático, conspiranoia y conflictos bélicos, o la depurada estética abismal contenida en la serie de Vince Gilligan y Peter Gould, apuntan a modelos de representación cada vez menos previsibles.
Junto a estas propuestas conviven series de aroma clásico e impecable factura como The Good Fight, Succession e incluso Gigantes, mejor exponente del salto cualitativo que ha dado la ficción nacional en este 2018 (Fariña, La Peste, Vergüenza, Mira lo que has hecho…), si bien The Deuce es el mayor ejemplo de densidad dramatúrgica, análisis sociológico y compromiso político que haya pasado por nuestras pantallas este año. Este nuevo friso panóptico creado por David Simon y George Pelecanos sobre el auge del porno en Nueva York es otro hito en la carrera del autor de The Wire. Si la serie de HBO hunde sus raíces en la década de los setenta, The Americans inventa el concepto de geopolítica matrimonial para describir la era Reagan. La sexta temporada de la teleserie protagonizada por los Jennings, dos espías rusos infiltrados en el seno de la sociedad norteamericana, pone el punto final a este prodigio narrativo en el que lo histórico y lo personal son indisociables. La creación de Joe Weisberg eleva al cielo de la ficción dos valores propios de la serialidad como son la permanencia en el tiempo y la consecuente identificación con unos personajes que se han ganado un hueco en la eternidad.
@EnricAlbero