Dick Cheney (Christian Bale). Foto: Matt Kennedy
En uno de los momentos más reveladores de El vicio del poder, película dirigida por Adam McKay sobre el poderoso vicepresidente de Georg W. Bush, Dick Cheney, el protagonista le pregunta al futuro secretario de Defensa, el célebre Donald Rumsfeld, por cuáles son "sus valores" como políticos conservadores. Una pregunta que deja atónito al mentor y le hace proferir una sonora carcajada. Aunque a Cheney lo interpreta Christian Bale y a Rumsfeld Steve Carell, el momento casi parece grabado por una cámara oculta de los años 70, cuando corrían los tiempos de Nixon y la Casa Blanca ya era más negra que blanca. Como su propio título indica, en la película el ejercicio del poder se legitima única y exclusivamente sobre sí mismo y ahí encuentra también toda su inagotable seducción.El vicio del poder se construye sobre varias paradojas. Una, que el destino de la humanidad sea decidido por unos hombres despiadados y más bien ignorantes que, como el Chaplin de El gran dictador, juegan con el globo terráqueo como quien juega a las cartas sin ser conscientes o padecer ningún remordimiento por las consecuencias de sus acciones. Retrato en clave irónica y despiadada de las miserias de Washington, estamos ante una película que pone el énfasis en el poder imperial de América y también sobre lo catastrófico que al final resulta que unos señores criados en Wyoming acaben lanzando bombas sobre un país del que lo desconocen todo con más que oscuras intenciones. Hablamos de Irak, claro, ese desdichado país que la administración de Bush invadió con catastróficos resultados.
Donald Rumsfeld (Steve Carell) y Dick Cheney (Christian Bale). Foto: Matt Kennedy
El Cheney de McKay no es un monstruo sin aristas y su humanidad se revela en su línea roja: su hija lesbiana. En un momento en el que acaricia la nominación presidencial por los republicanos, el ambicioso político decide retirarse para no perjudicar a su propia hija, homosexual, consciente de que el camino de la Casa Blanca supondrá un escrutinio despiadado de su vida privada. Pero los tiempos cambian y a Bush (hijo) le da igual ese aspecto y Cheney decide lanzarse a su nueva aventura no sin antes asegurarse que podrá disponer de una cantidad de poder insólito en la historia política del país para el segundo de a bordo.
Entonces llega el 11-S y como dicen en el filme, donde otros vieron una catástrofe, Cheney vio una oportunidad. Una oportunidad para deshacerse de Saddam Hussein pero también, o sobre todo, para enriquecer hasta límites insospechados a la poderosa industria de armamento militar estadounidense y a la propia Halliburton que hasta dos días antes dirigía el propio Cheney, que se llevó cientos de millones de dólares en contratas durante la desafortunada campaña en Oriente Medio. Todo esto, contado en clave de humor (McKay ha sido muchos años guionista de Saturday Night Live, el popular programa de comedia de la televisión americana) utilizando recursos como anticipar falsos finales o los montajes paralelos cargados de significado.
Hay una paradoja a la que El precio del poder nunca escapa del todo y es el hecho de que al mismo tiempo de que, le guste o no, está realizada a mayor gloria de Cheney, nos encontramos ante el mayor villano (al menos según McKay) de la historia reciente de Estados Unidos. Con una voz en off que redunda en la indignación con la que está contada la película, el problema de El vicio del poder, que es una película demasiado larga pero muy digna, es que el punto de vista, de puro escandalizado e incluso trastornado ante lo que sucede, de tanta sorpresa y alboroto, al final acaba pareciendo ingenuo. Sin duda, es un punto de vista muy americano, de natural más cándido que el escepticismo europeo, con tendencia al cinismo, pero por momentos resulta pueril. Porque El vicio del poder está bien contada y es entretenida, pero no cuenta nada que no supiéramos.
@juansarda