Godard (París, 1930) hay que buscarlo siempre en los contornos del cine. Como un espectro que recorre su mirada crítica y reveladora por la historia de las imágenes en movimiento, el autor de Historie(s) du cinémaprolonga su reflexión ensayística en El libro de imágenes (que se estrena el 22 de febrero) desde un territorio tan fantasmal como crepuscular. Su voz es un lamento cavernoso, el aullido y el escepticismo de un sabio que se sabe en retirada pero que se resiste a claudicar o a instalarse en zonas de confort. Y que hasta ofrece algo de esperanza. Los aforismos y palíndromos que danzan en la pantalla con su característica torsión del lenguaje repercuten como ecos incesantes con las imágenes del pasado y del presente. 

A la altura de su leyenda

En Cannes, el jurado presidido por Cate Blanchett se tuvo que inventar una Palma de Oro Especial porque Godard solo puede competir contra sí mismo. El gigante que logra una y otra vez colocarse a la altura de su leyenda. Pocos días antes del estreno mundial del filme en la Riviera francesa pululó cibernéticamente una "falsa" película godardiana que algunos medios atribuyeron al propio Godard. Incluso se leyó en algún lado que era "la mejor obra del cineasta en los últimos años". 

La singularidad endogámica de su cine ha desarrollado unas reglas del juego que solo le pertenecen a él, y que acaso únicamente desde ellas es posible disfrutarlo y admirarlo a partes iguales. Siempre es reconocible. Ya no es cuestión de talento, imposible de cuestionar, sino de autoridad creativa. Sin embargo, enEl libro de imágenes el cineasta trasciende los gestos desarrollados en su forma de abordar el cine-ensayo, que concibe, escribe y edita en su casa de Rolle, donde tiene instalado su estudio de montaje, para proponer un importante cambio de perspectiva en sus formas. Para empezar, el montaje está atribuido a otras tres personas aparte de Godard, entre ellas la ensayista Nicóle Brenez, especializada en el cine más heterodoxo y las piezas audiovisuales de carácter militante tanto política como estéticamente.

Remezclas y rimas

Estructurado en cinco episodios que se corresponden a los cinco dedos de la mano con que abre el filme ("pensar con las manos", el arte del montaje), El libro de imágenespropone una perpetua tensión entre la guerra y la revolución. La agitación mediante la cual cincuenta años atrás Godard y sus colegas detuvieron el festival francés reverbera en las últimas palabras del filme. Tiene que desatarse una revolución, sigue pensando el autor franco-suizo, cuya caligrafía ensayística de collage y abstracciones, de imágenes y de intertextualidad, de remezclas y rimas, está determinada a glosar las inquietudes del espíritu y el pensamiento de nuestro tiempo. Casi como si fuera una secuela de El origen del siglo XXI, que terminaba con la misma danza de la muerte de El placer de Max Ophüls, El libro de imágenes se propone repensar el mundo, la agonía de la civilización, desde imágenes de ficciones que se anticiparon a la realidad, que narraron el siglo de los horrores, pero también el de la belleza existencial de L'Atalante, de Vértigo, de Johnny Guitar, de Elephant o de El perro andaluz

El gran desafío ante cada uno de los fotogramas que manipula pasa por preguntarnos por el significado de una imagen. Desfila por tanto el cine, la cultura y la historia como sueños de carácter visionario y citas hipertextuales, donde Baudelaire y Scott Walker, Malraux y Michael Snow se conjugan con Abderrahmane Sissako, Montesquieu o Peter Watkins. Cerca del final en su camino de lucidez radicalmente independiente, en la que acaso sea su última película, Godard no necesita ya comentar esas imágenes y escenas como hacía en las Histoire(s) mediante citas atravesando la pantalla. Ahora las reutiliza y las reelabora quemando su luz, saturando sus colores, recortando sus límites, ralentizándolas y congelando el fotograma, en un magma incandescente de magistral apropiacionismo. El trabajo de sonido es asimismo espeluznante, musical, una rapsodia de coros y mantras y dudas que lejos de querer adoctrinar, plantea preguntas sin descanso, interpela al intelecto y a la emoción. El cine entendido como un eterno remake, pero también y sobre todo la Historia, que no cesa de repetirse. En la voz susurrada de Godard, el arte sigue preguntándose cuál debe ser su papel en un mundo cuyos hombres han dejado de creer en sí mismos, ahogados en una tristeza irrespirable. 

El cineasta Godard tiene una parte de historiador, otra de ensayista y otra de poeta. El coraje y la honestidad a tumba abierta conectan las tres vertientes. El historiador se expresa releyendo el archivo del patrimonio audiovisual, el ensayista articula su discurso escribiendo con las imágenes y el poeta nos habla con el misterio de todo aquello que surge de la confrontación (las rimas) entre esas imágenes y los sonidos. Si Argelia lo fue en los sesenta y Palestina en los setenta y ochenta, ahora es Túnez el país que congrega el foco de la reflexión histórica y política de Godard. Solo del país magrebí son las imágenes nuevas del filme. El último de los capítulos, 'Región Central', coloca en el epicentro del mundo el continente africano, y señala en los países árabes la cuna de la imposibilidad revolucionaria ("siempre habrá bombas", susurra Godard) y el espejo de la vergüenza de Occidente. Es sin duda la parte más novedosa, el territorio más inexplorado formalmente en sus trabajos ensayísticos previos, y sobre todo el pensamiento que desciende al pasado para cartografiar la demencia y las contradicciones del presente. Lo dice en la película, Godard ya vive "en un tiempo fuera del tiempo". Por eso siempre hay que buscarle en los contornos. 

@carlosreviriego