En uno de los momentos más divertidos de Ninotchka (1939), la desternillante parodia de Ernst Lubitsch sobre la Guerra Fría, el personaje interpretado por Greta Garbo, una soviética ortodoxa de gesto adusto, mirando las luces de París dice que son “la decadencia de Occidente”. A lo que el personaje de Melvin Douglas, un noble sin un duro pero gusto por la buena vida, replica: “Sí, pero cómo brilla la decadencia”. Ninotchcka, por cierto, al final acaba rendida por los encantos del capitalismo. En clave más dramática, el actor y director Ralph Fiennes, cuenta la huida de la antigua Unión Soviética del bailarín Rudolf Nureyev, leyenda de la danza del siglo XX, quien acabó abandonando su país no tanto por una decisión premeditada sino obligado a escoger ante un castigo desconocido pero probablemente insoportable o esas decadentes y brillantes luces de París. Una opción trágica porque lo aleja de su familia y sus seres queridos o incluso peor, los obliga a sufrir un castigo inmerecido.
Ralph Fiennes (Sufolk, 1962) no solo es un actor popular y prestigioso gracias a papeles de alto calibre como el de La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), la película que lo encumbró, o su participación en las dos primeras partes de Harry Potter, también es un director inspirado que debutó con la portentosa Coriolanus (2011), confirmó su talento con la exquisita La mujer invisible (2013) y se supera con esta El bailarín en la que huye del biopic al uso para centrarse en un episodio muy concreto de la vida de Nureyev, su encuentro y fascinación con París durante una gira del Bolshoi, la legendaria compañía de baile de Moscú.
En Francia, el joven talento traba amistad con una sofisticada y rica chilena (Adèle Exarchoupoulos), se deja deslumbrar por la exuberancia del cabaret y disfruta los restaurantes caros aunque le traten como un campesino (cosa que para un hombre orgulloso como él no era plato de buen gusto).
Decía Fellini que había nacido en un tren, lo cual no era cierto, pero le gustaba contarlo porque así pensaba que aumentaba su leyenda. El que sí nació en un tren fue Nureyev, algo que le marcó para siempre y le dio alma de nómada, lo suyo era un tránsito más que la fidelidad a la bandera. Como Camus con el idioma francés, que decía que era su patria, la danza era la de un artista descomunal que después de su deserción asombró al mundo entero con un talento irrepetible. A Fiennes le interesa ese momento de sorpresa y despertar del bailarín en Francia, ese instante en el que, como cuando era niño y fue con su madre a la ópera después de que ganara unas entradas en un sorteo, supo que aquel era su lugar. Y a ese Nureyev joven e impetuoso que desafía a sus vigilantes escapando todas las noches conocemos. Todo ello, intercalado con numerosos flashbacks en los que vemos imágenes de la dura infancia del artista, en un pueblo perdido de Rusia cercano a Kazajistán, o sobre todo, su extraña relación con su profesor de ballet en Moscú (interpretado por el propio Fiennes), con el que convive mientras le acosa la mujer del maestro.
Interpretada con convicción por Oleg Ivenko, vemos a un Nureyev revolucionario e impulsivo, con notorias dificultades para amoldarse a la rigidez y las imposturas de la vida en la Unión Soviética. Es un Nureyev transgresor y genial que se enfrenta tanto a la ortodoxia de la danza clásica en su país, que cree que se enseña de manera anticuada, como a las propias autoridades, que se empeñan en controlar a un alma libre por definición. A Fiennes le interesa, sobre todo, el Nureyev artista, el genio precoz, el hombre disciplinado y entregado a su arte dispuesto a cualquier cosa para ser el mejor. Un hombre brillante condenado a una vida de miseria y cárcel o incluso la muerte en la tesitura de escoger entre sí mismo y todos los que lo rodean. En la estela del artista sublime por antonomasia, Nureyev representa la voluntad pura, la irremediable fuerza de la vocación que define a los grandes maestros.