Debería haber algo más que curiosidad en conocer qué se está haciendo en el país que desde hace veinte años se está convirtiendo en la primera potencia mundial. Lo que las pantallas comerciales rebotan al público más masivo es apenas una pequeña selección de toda la cosecha, que evidentemente no puede responder a la diversidad y el empuje con el que el gigante chino está desarrollando su cinematografía. Se da la afortunada circunstancia de que si este mismo mes se estrenaba la colosal y devastadora An Elephant Sitting Still, debut del malogrado Hu Bo, este viernes llega a nuestras salas el decimocuarto largometraje de Jia Zhang-Ke (Fenyang, 1970), La ceniza es el blanco más puro, y en junio lo hará el segundo trabajo de Bi Gan (Kaili, 1989), Largo viaje hacia la noche. Representan dos generaciones que están dando testimonio del mapa emocional y las perversas contradicciones desde las que se construyen los cimientos del liderazgo chino.
En 'La ceniza'.. nos encontramos un romance desgarrador en clave épica y el retrato social del nuevo milenio
Su presencia internacional la hicieron posible Hou Hsiao-hsien y el taiwanés Edward Yang en los ochenta, seguidos por la llamada Quinta Generación (Zhang Yimou, Chen Kaige), a la que sucedió la del cambio de siglo, liderada entre otros por Jia Zhang-ke. Su filmografía es un perfecto testimonio de las transformaciones por las que ha pasado su país en este arranque de siglo, que es justo el periodo en el que acontece el filme-compendio que ahora estrena, desde 2001 hasta el presente. Regresa a lugares por los que ha transitado ya su cine, como la presa de las Tres Gargantas que amenazaba con llevarse a la población cercana en Naturaleza muerta (2006). El autor de Platform, Unknown Pleasures o The World, aupado por la nueva cinefilia como la gran inteligencia fílmica de Oriente, revisita no solo escenarios (que funcionan como registros de las fulgurantes mutaciones del país) sino emociones, personajes y formas visuales en el itinerario de la joven Quiao (Tao Zhao) y su pareja, el mafioso Bin (Liao Fan). Un romance desgarrador en clave épica y noir, en el que también encuentran su espacio los cortes musicales, el retrato social y la crónica tecnológica del nuevo milenio. Este drama metafórico viene a formar un díptico con Más allá de las montañas, su anterior trabajo.
Promesas rotas
El amor y la traición, el dominio y la sumisión, las promesas rotas y la imposibilidad de unos personajes de adaptarse a unos tiempos mutantes, conducen el (melo)drama a lo largo del tiempo, ofreciéndose en paralelo como la trayectoria sentimental del propio cineasta respecto al país y los personajes que retrata. Las transformaciones en el rostro de Zhao, esposa y musa del cineasta, a quien ha retratado en sus filmes a lo largo de toda su carrera, también ofrecen un juego especular entre el documento y la representación muy especial. La ambición del cineasta chino no decae un instante a lo largo del metraje, en lo que acaba por convertirse en un estudio emocional sobre el paso del tiempo, los quiebros del amor y los fantasmas de la memoria. Y a esas tres nociones eminentemente cinematográficas, aunque en una clave formal bien distinta, se entrega por entero también la película de Bi Gan, Largo viaje hacia la noche.
Se trata de un fascinante trayecto que rasga el tiempo fílmico, encadenándolo a la percepción de los sueños, de los tropos del film noir y del lirismo romántico, para desafiar la propia naturaleza de la imagen en movimiento. En su forma de articular el tiempo narrativo, en su misteriosa estructura y sus movimientos de cámara, en las fluctuantes atmósferas que pone en escena, logra hacer convivir el máximo de los artificios con la plena expresión del realismo cinematográfico. Hay un misterio en el filme que emerge del propio misterio seminal del cine, ese estado de alerta que nos coloca en el limbo entre lo real y lo fabulado, entre la memoria y la leyenda, entre la vida y el sueño. De hecho, podemos entender este relato en espejo, cuya segunda parte revierte sobre la primera como lo hacen los recuerdos, como un descenso al corazón de la experiencia onírica, quizá como nunca se ha vivido en una sala de cine. El protagonista entra bien avanzada la película en un teatro, se coloca las gafas 3D (y nosotros, espectadores, somos invitados a hacer lo mismo) y se queda dormido. Entramos acto seguido en el líquido amniótico de su sueño tridimensional, flotando en un plano secuencia de exactamente una hora de duración.
Apenas se podía intuir en la notable Kaili Blues que en su segundo trabajo Bi Gan colmaría una especie de utopía estética de poderosa raíz hipnótica, si bien hay conexiones narrativas entre el final del primer filme y el principio del segundo. El protagonista de aquél llegaba en tren a Kaili, ciudad natal del cineasta, que es donde regresa un hombre (Luo Hongwu) tras la muerte de su padre al principio de Largo viaje hacia la noche, para precipitarse en su memoria en busca de una mujer de verde, manifiesta femme fatale de un relato en el que no podremos hacer distinción certera entre lo que ocurre, ha ocurrido, ocurrirá, se recuerda, se imagina o se sueña. Obviamente, el artificio de las formas permanece varios grados por encima de su confusa, enrevesada narrativa, que solo está interesada en bosquejar el drama del alma extraviada de su protagonista, de los presagios y las heridas románticas que propulsan el destino de las imágenes.
No está libre Largo viaje hacia la noche de sus deudas con algunos de los grandes estetas del cine contemporáneo. La lluvia, los neones, los cristales y la ensimismada, interrogativa voz en off que anuncia sus desvelos sentimentales, sobre todo en el primer tramo, nos coloca en los territorios familiares de Wong Kar-wai, especialmente en la estrategia de vincular la memoria a los objetos y los espacios. El plano secuencia de naturaleza flotante, que atraviesa espacio y tiempo mediante travellings y tirolinas, fluctuando entre ascensos y descensos al vacío, nos invita a pensar, como ocurría con la obra maestra de Hu Bo, en la suntuosidad de Bela Tarr, si bien nos encontramos más cerca de David Lynch en su modo de solapar dimensiones y percepciones existenciales, interrogándonos en todo momento sobre el flujo de conciencia en el que nos acaba instalando la película.
Pero la referencia o cita más explícita, que además ponen de manifiesto tanto la película de Bi Gan como la de Jia Zhang-ke, en dos momentos muy significativos de sus respectivos trabajos, es a Vértigo. La verde fantasmagoría de Madeleine (Kim Novak) renacida en manos de Scottie (James Stewart) es glosada en ambos filmes como algo más que un tributo, como una pieza esencial del desgarro romántico que ponen en escena. Todo lo que una generación ha separado –el fondo y la forma de ambos filmes están muy distanciados–, el cine de Hitchcock aún puede unirlo.