Todos los años se estrenan algunas películas de género religioso enfocadas a un público muy concreto digamos ya más que predispuesto a entrar en sus códigos. En Estados Unidos existe una verdadera industria de cine cristiano que produce decenas de películas al año, la mayoría de las cuales apenas tiene repercusión más allá del sector al que va dirigido. Resulta por tanto extraño y estimulante el estreno de un filme como El creyente, en el que el director Cédric Kahn (1966, Haute-des-Seines) refleja con sensibilidad una crisis de fe protagonizada por un adolescente. Sin aspavientos ni delirios místicos, nos encontramos ante un filme fuera de la norma y bello en el que Kahn trata un asunto como la espiritualidad con delicadeza y respeto para regalarnos, de paso, un magnífico retrato de un personaje adolescente.
El protagonista es Thomas (Anthony Bajon), un joven huérfano con problemas con la heroína que da con sus huesos en un centro para menores en circunstancias similares situado en los Pirineos franceses. Se trata de un albergue para jóvenes controlado por la Iglesia y dirigido por el cabal Marco (Alex Brendemühl), quien ha sido también ex adicto e impone un catolicismo intenso pero no mojigato y meapilas. Según va la historia, el adolescente problemático primero siente rechazo hacia el lugar y sus reglas y rutinas de rezo para poco a poco ir desarrollando una titubeante pero firme fe religiosa. Todo esto lo cuenta Kahn con trazas de buen cine social y psicológico. Por una parte, vemos a un grupo de chavales con vidas duras, algunos víctimas de familias terribles, otros no, que se sienten culpables por algunas atrocidades cometidas. Por la otra, vemos a un joven, Thomas, que pasa del desconcierto a una fe fervorosa en un momento de la vida en el que quizá en general estamos más abiertos al descubrimiento y al asombro.
En los últimos tiempos hemos visto varias películas que nos advierten sobre los desastres de la religión organizada. En la reciente Identidad borrada (Joel Edgerton, 2018), veíamos a un adolescente encerrado en un campamento cristiano espantoso en el que unos fanáticos intentaban "curar" su homosexualidad. En la también muy reciente Gracias a Dios, de Ozon, asistíamos a la tragedia de unos jóvenes que habían sufrido abusos por parte de sacerdotes. Casi parece una cuestión de justicia poética que con esta El creyente, Kahn refleje cómo los ideales religiosos también pueden ser sanadores y liberadores. Está claro que no todos los curas son pedófilos y que la obra social de la iglesia hace mucho bueno, esa realidad también existe. Aunque el filme no oculta zonas de sombra en lo que se pretende un retrato cabal y no partidista, la falta de cinismo del filme es estimulante y sorprendente.
A través de los dilemas que plantea la religión y de unos personajes que conocen a fondo lo que es estar en un pozo, el director se pregunta sobre la esencia del perdón, siendo el más difícil el que uno se concede a sí mismo, y del propio sentido de la vida. Kahn no cae en caricaturas ni en mensajes de redención bíblicos, nos sorprende con la cruda verdad que desprende el personaje de la monja (encarnada con maestría por Hannah Schygulla) y nos conmueve con el retrato de esos personajes a la deriva que se ayudan a sí mismos ayudando a los otros. La pregunta acaba siendo, como se la han hecho muchos filósofos, si en determinadas circunstancias no solo Dios existe sino si es posible no creer en él. Y al final, El creyente nos cuenta una historia de auodescubrimiento y amor. Hay amor en este filme, quizá es lo que lo hace especial y distinto.