A finales de los años 80, el guionista Don Mancini creó uno de los personajes más icónicos de aquella década, el siniestro Chucky, conocido como el “muñeco diabólico” en su título en español, un pelele parlante con afición a cargarse al personal con un cuchillo. Parodia de un mundo del consumismo que nos propone una diversión continua y la apoteosis de los buenos sentimientos, ese Chucky que dice “soy tu mejor amigo”, llevando su lealtad hasta extremos sanguinarios, se convierte en la metáfora de unas corporaciones cuyo lenguaje amable e incluso lleno de remilgos de cortesía oculta un rostro terrorífico. Por esa dimensión satírica, Chucky además de dar miedo siempre ha sido uno de los villanos más divertidos del cine popular. Para entendernos, es como si las tazas de Mister Wonderful se pusieran a degollar a la gente, una estampa que nunca deja de ser graciosa.
Muñeco diabólico tuvo hasta seis secuelas (las últimas llamadas “la novia de Chucky” o “el hijo de Chucky”) y la saga se acabó convirtiendo más en una parodia de sí misma que de la hipocresía inherente a la sociedad de consumo. Ahora, treinta años después de aquella primera película, la franquicia se renueva volviendo a empezar desde el principio y adaptando al terrorífico pelele a los nuevos tiempos. El Chucky de hoy no es un muñeco articulado capaz de decir unas palabras sino un pequeño robot que funciona con Inteligencia Artificial y se conecta al móvil. Un juguete ultrasofisticado como los que veremos pronto que sirve como compañero de juegos y amigo pero también como despertador y secretario. Si el muñeco es más moderno, claro, la historia no tanto, y este remake recupera la figura de la madre soltera saturada por las circunstancias, aunque aquí el niño es algo mayor y el tono es más picante.
En tiempos de Stranger Things, este nuevo Muñeco diabólico dirigido por Lars Klevberg trata de captar el espíritu ochentero del original presentándonos a una pandilla de amigos adolescentes algo estrafalarios que se enfrentan a lo oculto sin más armas que su propio entusiasmo teñido de inocencia. Si la película original nos alertaba sobre la progresiva falsedad del rostro público de un capitalismo cada vez más podrido por dentro, Klevberg recupera el discurso para adaptarlo a estos nuevos tiempos en los que uno puede decidir qué país le espía cuando se decanta por una marca de móvil u otro.
En una era en la que cualquier hacker puede descubrir todos nuestros secretos y donde los aparatos que usamos de manera cotidiana están conectados con la empresa que los creó -de manera que ese vínculo, que antes se rompía con la compra, se mantiene eternamente-, Chucky quiere ser una metáfora de ese buen rollo siniestro que se oculta detrás de esas poderosas compañías tecnológicas que tienen la capacidad de saber nuestras mayores intimidades. Todo esto, que puede parecer demasiado discursivo para una película como Chucky, lo cuenta el director con el mismo tono ligero y gozoso que forma parte de la esencia de la franquicia logrando un filme simpático y divertido entre otras cosas porque Chucky, como malvado, sigue siendo sensacional.