Ninguna otra película de las presentadas en la 72ª edición del Locarno Film Festival -la primera con Lili Hinstin al frente de la dirección artística- generó tanta expectación como Vitalina Varela, el nuevo trabajo del portugués Pedro Costa al que no pocos esperaban en Cannes y al que otros muchos le auguraban un espacio reservado en la Mostra de Venezia tras ver como se ausentaba de la cita francesa. Sin embargo, fue el certamen suizo el que se apuntó el tanto y la inclusión del filme de cineasta luso en su ‘Concorso Internazionale’ revolucionó hasta tal punto los ánimos de la cinefilia y de los profesionales de la crítica que no concederle el máximo galardón hubiera parecido una osadía o una desfachatez por parte del jurado presidido por Catherine Breillat. A estas alturas, y tras las elogiosas reseñas publicadas en las más prestigiosas tribunas cinematográficas, cuestionar Vitalina Varela tiene un punto de herejía y, no obstante, el séptimo largometraje del director de Casa de lava (1994) apenas aporta novedades con respecto a los descubrimientos formales y discursivos que ya aparecían en la incontestable Juventud en marcha (2006), obra fundamental a la hora de comprender el cine contemporáneo.
Así, la acreedora del Pardo d’Oro 2019 arranca con el viaje que la propia Vitalina Varela -premio a la mejor interpretación femenina- realiza de Cabo Verde a Portugal para asistir al funeral de su marido Joaquim, al que llega tres días tarde (el germen y los personajes de esta historia ya aparecían en Cavalo Dinheiro, el anterior filme de Costa que le valió el premio a la mejor dirección en Locarno en 2014). El cineasta lisboeta regresa al barrio de Fontainhas y con la ayuda de su inseparable director de fotografía, Leonardo Simoes, nos introduce en ese dédalo de casas ruinosas que se apelotonan hasta formar un conglomerado urbanístico para el que no pasan los años y al que no llegan los planes de ordenación. La insistencia en la idea de Portugal como tumba para los inmigrantes o el retrato de ese limbo lisboeta atestado de gente sin futuro, pero con dignidad, forman parte del escenario por el que deambula una mujer luchadora, a la que cargar con un saco de agravios -empezando por el abandono de su marido- no le impide seguir hacia adelante. Cuando en el tramo final, toda vez que Vitalina ha cumplido con el cometido que se ha impuesto, la luz diurna se apodera de las imágenes y la película abandona la claustrofobia hogareña y el tenebrismo fotográfico para abrirse a la intemperie del cementerio, el filme cobra otra dimensión. En el que es, sin ninguna duda, el plano más poderoso de Vitalina Varela y quizá de todo el festival, observaremos a la protagonista reparar el techado de la casa mientras un cielo atravesado de nubes contempla su tenacidad. Esa imagen de inusitado potencial simbólico rima con la de la reforma de un nuevo hogar en Cabo Verde, un eco con el que Costa parece sugerir la necesidad de volver a los orígenes, de recuperar unas tradiciones perdidas por los emigrantes de las antiguas colonias.
También en su último tercio traspasa la frontera de lo sublime Les enfants d’Isadora, premio a la mejor dirección para el cineasta galo Damien Manivel. A partir de Mother, la pieza creada por Isadora Duncan tras perder a sus dos hijos, el director de Le Parc (2016) encadena tres retratos femeninos: el de una bailarina que estudia y practica la coreografía de Duncan, el de una joven con síndrome de Down que ensaya la obra junto a su profesora para luego representarla y el de una vieja mujer negra que asiste al espectáculo y después realiza el trayecto de vuelta hasta su casa. Manivel, que otorga idéntica importancia a los tres personajes, filma con mimo el cuerpo y los gestos de cada una de ellas para conformar, inesperadamente, un poderoso tríptico sobre la comunión entre los seres humanos a través del arte y sobre las posibilidades que este nos da para lidiar con la pérdida.
El último segmento de Les enfants d’Isadora y Vitalina Varela fueron dos de los paneles que ayudaron a conformar esa suerte de panóptico de la negritud que fue la 72ª edición del festival suizo cuya retrospectiva ‘Black Light’, dedicada a la cuestión negra representada por el cine del siglo XX, tenía su correlato en varios títulos incluidos en la Sección Oficial. A las obras de Costa y Manivel habría que añadir la interesante The Last Black Man in San Francisco, una reflexión sobre la propiedad y la pertenencia en la que el ejercicio de virtuosismo visual (y musical) que propone Joe Talbot cuestiona y amplía temáticas y discursos presentes en la obra de cineastas como Charles Burnett, Spike Lee, Ernest R. Dickerson o Bill Duke. También resulta pertinente incluir en esta nómina de filmes que abordan la negritud en el cine, O fim do mundo, ópera prima de Basil da Cunha, que conecta con el cine de Pedro Costa por vía geográfica -está localizada en Reboleira, otro de los enclaves marginales de Lisboa- y con una serie de títulos que pueden ir de Malas calles (Martin Scorsese, 1973) a Ciudad de Dios (Fernando Meireles & Katia Lund, 2002), por su visión determinista de un ecosistema, el barrio, condenado a la destrucción.
La ‘cuestión negra’ también se desplazó hacia la otra gran sección competitiva del festival, ‘Cineasti del presente’, dedicada a nuevos directores. En un apartado que apostó sin ambages por la hibridación entre el documental y la ficción -ahí estaban desde el premio especial del jurado Ivana the Terrible (Ivana Mladenovic, 2019) hasta las estimulantes Oroslan (Matjaz Ivanisin, 2019), L’apprendistato (Davide Maldi, 2019), The Tree House (Truong Mingh Quy, 2019) y, sobre todo, L’île aux oiseaux (Maya Kosa & Sergio da Costa, 2019)- el máximo galardón recayó, sin embargo, en Nafi’s Father (Mamadou Dia, 2019), ficción sobre la permeación del fundamentalismo islámico en un pequeño pueblo senegalés (el jurado prefirió los géneros puros, puesto que el reconocimiento a la mejor dirección fue para Hassen Ferhani por su canónico documental 143 rue du désert). La ópera prima de Mamadou Dia brilla más por su prolija descripción de la comunidad y de las diferentes posiciones con respecto al islam que por una puesta en escena plagada de subrayados. Con todo, el filme sirve para apuntar otra de las líneas temáticas que han sobrevolado no pocos títulos presentes en las dos competiciones principales: las perversiones y fallas del sistema neocapitalista.
Si en Nafi’s Father el ISIS busca el control de los órganos de gobierno de la ciudad no a través de la convicción religiosa sino a golpe de talonario, en Height of the Wave (Park Jung-Bum, 2019) el origen de este thriller sobre la prostitución de una menor, que se llevó el premio especial del jurado, no será otro que el consumismo llevado al extremo más abyecto. Ahí está, también, la curiosa metáfora trazada por Mina Mileva y Vesela Kazakova en Cat in the Wall en la que la gentrificación, el Brexit y la inmigración se enredan a partir de la anécdota aparentemente banal propuesta por el título cuyas consecuencias serán tan inesperadas como aquel fatídico referéndum lanzado por Cameron en 2016. Con todo, los mayores alegatos antisistema vistos en Locarno llegaron de latitudes tan distintas como Brasil y Francia. En A Febre, Maya Da-Rin compone una película dual que, ulteriormente, enfrenta dos modelos de vida incompatibles. Regis Myrupu, que se llevó el premio al mejor actor, interpreta a Justino, un indígena que trabaja como guardia de seguridad en el puerto de Manaus, muy lejos de su casa, situada en el linde de la selva. Da-Rin hace que los paisajes y las arquitecturas de ambos mundos choquen y que el sueño y la realidad se entretejan para reivindicar una vuelta a la naturaleza alejada de las imposiciones de un modelo económico que, como Justino aprende, es un atentado contra uno mismo. En Douze Mille, Nadège Trebal, factura un musical obrero sin música que se apoya en la magnífica actuación Arieh Worthalter en el que las relaciones entre los personajes siempre están mediatizadas por el dinero, hasta el punto de evidenciar, de una manera muy lúcida, que el beneficio está por encima de las necesidades reales de las personas (y de las empresas). Una mirada sobre el deseo en la era del neoliberalismo.
De todos modos, bajo la apariencia de un plano de recurso, la imagen que mejor describe -y desmonta- las contradicciones del sistema se encuentra en Longa noite (Eloy Enciso, 2019). En el prólogo de esta película situada en los primeros años del franquismo, dos pedigüeños comparten un trozo de pan. Sobre el pañuelo en el que depositan el dinero que han ido recibiendo, colocan la hogaza y la navaja con la que luego la cortarán. Ese sencillo bodegón se constituye en un instante preñado de significados que no solo sintetiza todo el discurso y concentra toda la estética que Enciso irá desarrollando a partir de ese momento, sino que, además, con esa composición esencial, logra que imagen y filme se proyecten sobre un presente en el que lo accesorio -el dinero- se impone sobre lo fundamental y se erige como sinónimo de control, como símbolo de una nueva dictadura.
Si Pedro Costa, el incuestionable triunfador del festival, sigue la senda de cineastas como Jean-Marie Straub y Danielle Huillet -no olvidemos ¿Dónde yace tu sonrisa escondida? (2001)- Eloy Enciso también se siente deudor de esa tradición. Quizá el díptico que las dos películas forman y el guiño programático que supuso estrenarlas el mismo día pueda entenderse como el gesto que marcará el rumbo del festival bajo la dirección de Lili Hinstin.