La nueva película de Ang Lee, Géminis, tiene a Will Smith por partida doble, interpretando a un agente de alguna oscura agencia de inteligencia norteamericana que se dedica a liquidar a objetivos peligrosos para la seguridad nacional -vamos, a asesinar a personas- y a un clon de sí mismo mucho más joven e igual de letal. Para dar empaque a la filigrana visual que plantea el filme, el director chino ha rodado en HFR (High Frame Rate), un avance tecnológico que cuadruplica el número de fotogramas por segundo que recibe el ojo del espectador, y también ha querido apostar por una tecnología 3D que, en vez de dar la sensación de innovar, empieza a oler a naftalina. El resultado visual, lejos de embriagar los sentidos, es extremadamente inquietante y uno no acaba de acostumbrarse en todo el metraje a la estética hueca y feista del filme. Es como si el peaje que hubiera que pagar por la extrema definición de la película fuera perder por el camino el alma de los personajes. Algo muy notorio cuando aparece en escena el clon de Will Smith.
Por otro lado, la historia del agente que se retira y pasa a ser el objetivo número uno de sus antiguos jefes la hemos visto mil veces, al igual que el tema de los clones. Nada hay sorprendente en esta película, ni siquiera las escasas escenas de acción, que es donde se supone que la producción de Jerry Bruckheimer debería echar el resto. La secuencia inicial, con Smith asesinando con un rifle de francotirador a un hombre que va a 300 km/hora en un tren, es tan ridícula que al menos no pone el listón muy alto. Lo mejor es que si la comparamos con el clímax, esta escena inicial al menos tiene la ventaja de producir algún tipo de emoción. Entre medias, la consabida huida de Will Smith le llevará del estado de Georgia a Budapest pasando por Cartagena de Indias, donde vemos la set-piece más interesante del conjunto. Por supuesto, no falta la cómplice/interés amoroso (Mary Elisabeth Winstead), el bonachón compañero de fatigas (Benedict Wong) y el malo malísimo (un pasado de vueltas Clive Owen).
Una pena que un director que alcanzó grandes cotas de emoción y belleza en películas como Tigre y Dragón (2000) o Brokeback Mountain (2005) haya sucumbido tras el éxito de la tramposa La vida de Pi (2012) a la vacuidad del artificio visual, olvidándose por el camino de lo realmente importante en su cine: las buenas historias.