No existe hoy una mujer en España que pinte con tanta fuerza, con tanta tenaz vocación, con amor tan intenso a la pintura como Mercedes Gómez-Pablos. Los abstractos resueltos en azules, manchados a la espátula, los rojos derrotados, los sepias temblorosos, los despiadados negros son como un grito del alma. Las puertas de Gómez-Pablos y las obsesivas ventanas entreabren no se sabe bien si la gloria o el infierno. Las flores estallan de luz, y húmedas, como si el cielo llorase a lágrima viva sobre ellas. Los desnudos tejen en el lienzo la piel adolescente, las caderas en agraz, las lentas rodillas, los pechos insolentes, y pezoneros, los montes erizados, el furor de los ojos, la zozobra de las caricias, las bocas indecisas, tal vez para el beso, quizá para el mordisco. Huelen los desnudos de Mercedes Gómez-Pablos a hembra definitiva. La pintora es la enamorada de Neruda que “cortó jacintos para tu lecho, y rosas”.
Reproduzco estas palabras escritas muchos años atrás porque desde hace seis décadas sigo la trayectoria artística de Mercedes Gómez-Pablos, a través de varios países, y nunca me decepcionó. Así que acudí a Alcalá de Henares para contemplar el duelo artístico que la pintora y el escultor Pablo Serrano ofrecen a los espectadores en un salón gigante de la Universidad.
“Yo quiero pintar en verso, que es pintar con música. Quiero que se escuchen mis colores y que la luz de mis cuadros pueda oírse”, ha escrito Mercedes Gómez-Pablos. Y lo consigue, sobre todo en los abstractos que huelen a música y que encelan las esculturas de Pablo Serrano, algunas espléndidas como su interpretación de Gaya Nuño. Y otras enervantes y estériles como el retrato de Antonio Machado, tan lejano a lo que fue el poeta, que sentía en el fondo del corazón tristeza, tristeza que es amor.
La fuerza artística y el torrente expresivo de Gómez-Pablos, sus azules desgarrados, encuentran en Pablo Serrano el contraste de un entendimiento del arte mucho más próximo, entre la pintora y el escultor, de lo que algunos críticos especializados creen. De ella puede decirse, a ráfagas con Gamoneda, que bajo su piel arden amapolas amarillas, que enciende la cal viva en láminas abrasadas, ventanas entreabiertas por los gemidos, hervor germinal, saliva con yodo y polución de alheña. Devastada a veces en la oquedad de Dios, la pintora, corporal en los abismos, es rosa mortal que desciende a la humedad sagrada y se enlaza con Pablo Serrano. Mercedes sabe que sobre la piel del escultor enamorado hirvieron las lágrimas.
Pablo Serrano fue el cantor de las heridas. Azotó con piedra y bronce, con hierro y escayola, a los dioses extinguidos y contempló la luz en las estancias de la muerte. De la vasta y vaga y necesaria muerte del verso inolvidado de Jorge Luis Borges. El escultor cruzó demasiado pronto la oscura penumbra del más allá, cuando estaba en plena explosión creadora.
Pablo Serrano perteneció al grupo El Paso, al que dediqué un artículo en el ABC verdadero en 1959. Rivera, Canogar, Saura, Antonio Fernández Alba, Manolo Millares… rivalizaban en el arte de vanguardia frente a los esqueletos de la dictadura. Como Julio González, Serrano aprendió a forjar el hierro. En París se instaló en el estudio que había sido de Alberto Giacometti y desbordó al genio suizo. Fue Pablo Serrano, Premio Príncipe de Asturias de las Artes y para mi inolvidado amigo Juan Eduardo Cirlot, el escultor más deslumbrante de nuestro siglo XX.
Nadie que sienta el temblor artístico de la vida española se perderá esta exposición, la mejor que he contemplado yo desde hace muchos años, en la que el pincel y el cincel se armonizan, apacentados por la soledad sonora de la vieja Universidad de Alcalá. Entre los azules encendidos de Gómez-Pablos y los vientos esculpidos de Pablo Serrano, se alzan sus Cristos, porque el hijo de Dios vivo se asoma también al asombro de esta exposición insólita.