Con El hombre que mató a Liberty Valance (1962), John Ford prácticamente certificó el fin del wéstern. El crepúsculo del género vino así de la mano de una de las películas más bellas, melancólicas y categóricas de su autor. Ford estaba en su derecho: gracias a él el wéstern volvió a nacer con La diligencia (1939), vivió su transformación hacia la madurez con Pasión de los fuertes (1946) y la trilogía de la caballería y alcanzó una modernidad de la que era imposible volver con Centauros del desierto (1956); así que si alguien debía dar carpetazo al asunto, debía ser él. Liberty Valance fue una película extrañísima en su tiempo, con actores en la cincuentena que debían pasar por jóvenes, con un protagonista (Tom Doniphon / John Wayne) que debía ponerse del lado de la ley del Este, volviéndose contra su hábitat natural, porque era lo que debía hacer, aunque ello implicara perder todo lo que amaba y, encima, que la leyenda se imprimiera por encima de él para que se llevara el mérito un pie tierno con la cara de James Stewart que no distinguía una punta del caballo de la otra.

El término “crepuscular” abarca tanta tristeza y belleza que, hasta ahora, sólo un género tan puro como el wéstern había podido hacerse con él. Hasta ahora (repito). Dado que si algo es la última película de Martin Scorsese es puro cine de gangsters crepuscular. Al fin y al cabo, Scorsese, como Ford, ha vivido la evolución del género desde que Johnny Boy / Robert De Niro y Charlie / Harvey Keitel, sus chavales de Malas calles (1973), repartían estopa a base de bien en los billares de Brooklyn, pasando por la distintas etapas de madurez (éxito) que el crimen organizado italoamericano fue alcanzando en Uno de los nuestros (1990) y Casino (1995), hasta acabar en el geriátrico donde un anciano Frank “El irlandés” Sheeran (cómo no, Robert De Niro), arranca su relato en forma de flash-back (y en plano secuencia) de cómo pasó de “pintar casas” –maravilloso eufemismo del asesinato a sangre fría– hasta acabar compartiendo vida y miserias con una de las más grandes leyendas de la extorsión, el soborno y el asesinato: Jimmy Hoffa (Al Pacino); cuyo cuerpo, aún hoy, sigue en paradero desconocido.

Acelerada, rockera y vibrante

Un viaje hacia el fin de la memoria que es, en sí mismo, una revisitación, tanto de la propia historia del género a partir de finales de los años 60 -todo arrancaría en los cuerpos acribillados de Bonnie and Clyde (1967) cayendo al ralentí-, como de la propia obra fílmica de Scorsese. Porque en los 210 minutos que dura (y merece) El irlandés hay espacio para que entre todo lo que la película necesita: una película río que abarca décadas de asesinatos y luchas de poder entre el crimen organizado, desde que éste empieza a andar hasta que se queda en silla de ruedas o, lo que es lo mismo, desde la imagen acelerada, rockera y vibrante de Uno de los nuestros y El lobo de Wall Street (2013), hasta una imagen sólo soñada por Sergio Leone en Érase una vez en América (1984) –otra película que besa las cuatro horas de duración, protagonizada por Robert De Niro en sentido inverso: aquí había que envejecerle– y, quizás, acariciada por Francis Ford Coppola en El Padrino: Parte III (1990), la del rey de la mafia arrasado por la vida y en la más completa soledad.

Es increíble que El irlandés sepa encontrar espacios para la comedia entre sus tiroteos y conspiraciones

El irlandés es por todo ello la película de gangsters más equilibrada de Scorsese. Aquella en que los ritmos se conjugan, la estilización narrativa se vuelve más depurada y la que mejor armoniza la tragedia con el humor. Al fin y al cabo, estamos en territorio fordiano, no sólo porque la leyenda vaya a jugarle una mala pasada al protagonista o porque éste deba ejecutar una acción que va en contra de sus sentimientos (que no de sus principios), sino porque sabe encauzar una lírica a través de la amistad entre sus personajes protagonistas que certifican algo que, en el fondo, sabíamos desde hace años: que Martin Scorsese es un maestro absoluto en esto de hacer películas. Que El irlandés, además, sepa encontrar espacios para la comedia entre sus tiroteos y conspiraciones es algo increíble –ojo a la secuencia en la que se discute por los tiempos apropiados para retrasarse en una reunión entre Hoffa y Anthony Provenzano (Stephen Graham)–, oxigenando un relato que se va volviendo sombrío por momentos, donde la propia huella de Scorsese, tan reconocible, empieza a virar hacia otros derroteros más propios de las hang-out movies de Howard Hawks o al Sam Peckinpah más clásico (y, de nuevo, crepuscular), el de Duelo en la alta sierra (1962) –es una casualidad magnífica que sea del mismo año que Liberty Valance– y Pat Garrett y Billy El Niño (1973).

En las tres etapas vitales del gangster que cubre El irlandés existen también tres tiempos distintos de abarcar forma y fondo. Si la primera hora y media –génesis– guarda intacta su querencia por el trompo narrativo y el flow desenfrenado, en su segunda mitad –clímax– ésta empieza a despojarse de cualquier otro elemento que no sirva, únicamente, para encuadrar diálogos a dos entre sus protagonistas: Sheeran-Hoffa o Sheeran-Russell Bufalino (Joe Pesci). La música, prácticamente, desaparece. La acción se vuelve estrictamente pausada, cediendo el espacio a las palabras, a los gestos, a las miradas. Porque arte no es sólo una panorámica siguiendo a un pistolero a punto de disparar en la cabeza a un rival, a veces el arte sólo es ver a Joe Pesci mirándote a la cara y diciendo “Esto es lo que hay” –anécdota: dicen que Scorsese llamó hasta 50 veces a Pesci para que volviera de su retiro; sea o no verdad, imprimamos nosotros también la leyenda–. Para el tercer y sublime acto de El irlandés –crepúsculo– ya no queda nada, sólo la memoria que se borra en una historia que ya nadie va a recordar, el temblor en las manos de Joe Pesci, el miedo de Frank Sheeran a que cierren la puerta de la habitación. Es el adiós definitivo de Scorsese a un género al que, como Ford en Liberty Valance, ha dado carpetazo porque si alguien tenía que hacerlo, éste debía de ser él.

@AlejandroGCalvo