El cine español ha vuelto a rendirse a los pies de Pedro Almodóvar (o de Salvador Mallo), quien en su película más conscientemente especular gira la cámara hacia un pasado en el que, sorpresa, la nostalgia aparece por primera vez en su cine. Dolor y gloria podrá ser o no ser una autoficción, pero desde luego es la obra de un maestro que sigue sin temer los saltos al vacío. Es una nostalgia en todo caso bien distinta a la que atraviesa el cine de José Luis Garci, que ha entregado con El Crack cero (primera precuela del cine español) su filme más sorprendente en años, extraordinariamente sólido y evocativo. Ha sido un año para nuestro cine en el que los autores más carismáticos, como Oliver Laxe (O que arde), Albert Serra (Liberté) o Eloy Enciso (Longa noite) nos han vuelto a demostrar que la alergia a las convenciones del lenguaje cinematográfico puede deparar grandes conquistas formales de apreciación internacional, en contraste con las convenciones de género a las que Alejandro Amenábar sigue adscrito en Mientras dure la guerra, cuyo valor no reside tanto en el retrato normativo de Unamuno sino en cómo pone en escena (quizá por primera vez en nuestro cine) la formación del franquismo. Mientras, Jonás Trueba refina su sensibilidad con La virgen de agosto y dos mujeres cineastas nos han revelado sus talentos para un futuro más que prometedor: Belén Funes con La hija de un ladrón y Lucía Alemany con La inocencia.
La excepcionalidad de una película como Parásitos (Palma de Oro en Cannes) tampoco ha pasado desapercibida para los críticos de El Cultural. Concentra este cuento macabro del coreano Bon Joon-ho un espíritu burlón que, de algún modo, se ha instalado en el tejido social como desquiciada respuesta a cierto estado del mundo. Frente a la parálisis, mejor optar por la locura. Este sentimiento globalizado quizá está detrás también de Joker y la antológica interpretación de Joaquin Phoenix. A pesar de su hype, el filme de raigambre scorsesiana no ha entrado en el top de las votaciones, pero sin duda ha generado otro sonoro (y demente) alarido de protesta cinematográfica por las injusticias sociales. No son pocos los trabajos que han llevado al extremo de la crueldad la renacida lucha de clases en un mundo acaso más desigual y polarizado que nunca.
NUESTROS AUTORES MÁS CARISMÁTICOS (LAXE, SERRA, ENCISO…) HAN REALIZADO GRANDES CONQUISTAS FORMALES
En las películas internacionales las luchas de poder, en sus diversas variantes, parecen dominar las tramas. El discurso de Yorgos Lanthimos se adentra con especial lucidez en los territorios del empoderamiento femenino. La favorita lo hace también desde una perspectiva de comedia negra, apelando a un relato histórico en el que la extrañeza de sus filmes está más atenuada. Otro relato de enfrentamientos históricos de gran crudeza es el de Jimmy Hoffa contra la mafia que pone torrencialmente en escena El irlandés, y con el que Martin Scorsese completa una suerte de pentalogía negra que Netflix, esta vez sí (no como ocurrió con Okja, el anterior trabajo de Bong Joon-ho), ha permitido disfrutar en pantalla grande aunque de forma limitada. De la plataforma global también ha surgido otra de las películas del año, Historia de un matrimonio, en la que Noah Baumbach carga las tintas en la crudeza emocional de una separación.
La “corrección histórica” que plantea Tarantino alrededor de la masacre de Charles Manson en Érase una vez en… Hollywood nos conduce también a un territorio de sobriedad estilística, convertido ya un en autor plenamente consciente de sus dominios. Podríamos considerarlo como su particular “historias del cine (y la televisión)”, precisamente en el año en que el legendario Jean-Luc Godard, con 89 años, entrega la película más joven, por radical y revulsiva, de cuantas han entrado en juego, llevando a El libro de imágenes a un nuevo y apocalíptico lugar en el que las luchas de poder (o civilizaciones) actúan como fuerza motora.