Cuenta Stefan Zweig en sus célebres y sobrecogedoras memorias, El mundo de ayer, que el ascenso de los nazis dio el poder a la escoria de la sociedad. Los tontos, los rencorosos, los estrechos de miras y los violentos se convirtieron en los amos en un sistema que premiaba la fidelidad y la estulticia. El fanatismo, venga de donde venga, siempre es buen material para la parodia y si no se ha hecho sátira sobre los nazis, o muy poca, no es porque no haya mucho sobre lo que reírse de ellos sino por el temor, justificado, a cruzar una línea peligrosa y reírse de manera inapropiada de una tragedia que dejó decenas de millones de muertos. Si Adorno decía, con toda la contundencia, que “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, cabría preguntarse qué habría pensado de hacer una comedia sobre el Holocausto, aunque en Jojo Rabbit no salen los campos de concentración. En la película vemos la tragedia a través de los ojos de un niño de 10 años, nazi furibundo, que descubre el verdadero rostro del horror cuando encuentra a una adolescente judía escondida en el sótano de su casa.
El director neozelandés Taika Waititi, célebre por su éxito con la saga Thor y también muy activo como actor y productor, realiza una adaptación muy libre, al abordarla desde la sátira, de una novela de Christine Leunens (publicada por Espasa en España como El cielo enjaulado). El resultado es un filme tan original como seductor y, a la postre, perturbador. El protagonista absoluto es ese Jojo (excelente Roman Griffin Davis), un niño sensible con vocación artística que reacciona a las burlas de sus compañeros tratando de convertirse en el más nazi de los nazis. Uno de los grandes logros del filme es analizar sin apriorismos las pulsiones psicológicas de fondo que conducen a los seres humanos a la barbarie del fascismo: el deseo de pertenecer a un grupo y de obtener fortaleza a través del mismo, el miedo a lo desconocido como motor para el prejuicio malicioso o la violencia como forma atroz de liberar las propias frustraciones. El encantador Jojo, el nazi más nazi del mundo a los diez años, nos causa ternura porque en él vemos el nazismo como lo que también es, una muleta para aquellos que se sienten solos y devastados, necesitados de una ideología totalitaria que les devuelva su dignidad en el mundo y establezca una forma de solidaridad común que les libere del miedo a tratar con sus semejantes.
Fue el propio Waititi quien añadió a la novela no solo los abundantes gags, también el elemento que quizá pueda parecer más controvertido: que el niño protagonista hable con un amigo imaginario encarnado por el propio Hitler. Un Hitler medio tonto y atribulado (interpretado por el propio director) con que el desdichado Jojo se consuela de sus pesares. La gran audacia del filme no es solo que sea una comedia o su interés en los procesos psicológicos que conducen a la autodestrucción por la vía del totalitarismo, también el contar el nazismo desde el punto de vista de los alemanes. Porque esta no es una película sobre los judíos sino sobre los alemanes corrientes y molientes en un contexto diabólico y ahí está otro de sus grandes logros, porque el filme nos pregunta qué hubiéramos hecho nosotros en la misma situación al “humanizar” a esos alemanes que muchas veces las películas nos presentan como una encarnación del mal sin matices. Y los alemanes, desde luego, fueron verdugos y principales responsables de su desgracia, pero también víctimas de sí mismos y ahí están esos ocho millones de alemanes que perdieron la vida en el frente o en los bombardeos sobre las ciudades.
El personaje más conmovedor de la película es el de la madre de Jojo, interpretada por Scarlett Johansson, una mujer de ideas progresistas que detesta a Hitler pero considera que su hijo es demasiado pequeño para saber lo que de verdad está sucediendo. Con unos diálogos ingeniosos, golpes de humor realmente graciosos, o unos personajes tan tiernos como simpáticos (ahí está ese rechoncho Yorki, el joven amigo del protagonista, que cuando llegan los americanos opina que “no son buenos tiempos para ser un nazi”), la película de paso nos recuerda que los estadounidenses liberaron Europa del nazimo, una gesta de la que están legítimamente orgullosos aunque cabría añadir que como mínimo la mitad del mérito corresponde a los sufridos ex ciudadanos de la Unión Soviética, que perdieron 30 millones de seres humanos durante la contienda.