Estrenada mundialmente en el Festival Internacional de Cine de Róterdam donde compite por el Tiger Award, el máximo galardón que otorga el certamen, El año del descubrimiento (Luis López Carrasco, 2020) parte de un hecho arrinconado por la crónica oficial de la historia de España -la quema de la Asamblea Regional de Murcia el 3 de febrero de 1992- para cuestionar el relato hegemónico y elaborar un discurso contestatario continuador de una breve pero vibrante tradición documentalista española desarrollada durante los años de la Transición. Una película marcada por unas decisiones de puesta en escena (desde el formato al diseño de producción) que condensan en un mismo espacio dos tiempos distintos, provocando que la relectura de los acontecimientos del 92 reverbere en un presente marcado por la precariedad laboral, la división territorial y el auge de la ultraderecha. Una obra expansiva y agitadora que se sitúa a la altura de los testimonios que convoca para entretejer un relato cargado de complejidad.
Pregunta. ¿Ese tono testimonial que posee el filme fue algo premeditado?
Respuesta. En cada película intento hacer una cosa que no haya hecho, pero no más de una. Hasta ahora no había incorporado el diálogo a ninguno de mis proyectos y la idea consistía en construir el filme en torno a los conceptos de oralidad y coralidad. Para ello, Raúl Liarte —coguionista— y yo iniciamos un largo proceso de documentación que consistía en hablar con la gente que participó en unos hechos de los que apenas había información. Tuvimos la suerte de que uno de los personajes principales, José Ibarra, además de trabajador y sindicalista es historiador y estaba preparando un libro al respecto (Cartagena en llamas), de manera que le pudimos acompañar en todas las entrevistas que hacía e ir sumando testimonios a un proyecto más amplio. Originalmente, entrevistaba a estas personas para tener un material documental que luego sirviera de base para que otros trabajadores "interpretaran" a esa misma gente cuando era joven. La idea inicial pasaba por hacer algo cercano a El futuro (2013), pero en versión diurna, situarlo en el año 1992 y en el que la ficcionalización o la reconstrucción estuvieran más patentes.
P. ¿Qué es lo que modificó ese planteamiento inicial?
R. Nos encontramos con voces tan sumamente arrinconadas y desconocidas que no podían servir de inspiración, tenían que aparecer y contar de viva voz todo lo sucedido, de manera que la película fue adquiriendo un carácter documental, testimonial. Sin embargo, mantuvimos la presencia de algunas ficciones y conservamos un trabajo de diseño de producción muy resbaladizo. Por ejemplo, el vestuario buscaba que la ropa que llevan los personajes remitiera al 92 pero no fuera exclusiva de ese periodo; es decir, que también pudiera adscribirse a la actualidad. Esta decisión afecta a la primera parte del filme: lo que estás viendo puede ser el 92 pero podría pertenecer al presente y viceversa. La idea en todo momento era que, cuando se habla de una crisis no se sepa a cuál se hace referencia, combinar lo diacrónico y lo sincrónico. Aunque es evidente que utilizamos nuestros trucos -los telediarios de la época, los cortes de montaje cada vez que aparecía la palabra euros- prevalecen un par de ideas que ya estaban en El futuro: la de una clase social encerrada en un lugar del que no puede salir y la de cápsula temporal, la de un espacio cerrado que por un lado está desgajado del tiempo y a la vez está vinculado a dos periodos de la historia distintos. Todo eso estaba diseñado desde el inicio.
P. Además de la utilización del formato HI8 y de las decisiones estéticas que acabamos de mencionar, otro de los recursos sobre los que se articula la película es la doble pantalla que, por un parte, permite que las imágenes que conviven en el cuadro dialoguen entre ellas y, por otro, favorece la creación de un ambiente muy particular. ¿Cuándo y por qué se aposto por ese recurso?
R. La decisión se tomó al iniciar el proceso de montaje. Teníamos bastante material grabado con dos cámaras y cuando vi las primeras imágenes -las de la secuencia nocturna- pensé que la doble pantalla podía ser una buena solución. Sergio Jiménez -editor- tuvo la misma intuición porque entendía que tenía sentido estético, argumental y discursivo. Hicimos pruebas con las dos opciones y cuando nos decidimos por la doble pantalla convertimos el montaje… en algo mucho más difícil. Es una película que he pensado mucho desayunando en cafeterías y creo que con este recurso se recrea esa sensación que se genera cuando estás en un bar y miras hacia un lado mientras escuchas la conversación que tienes detrás, de modo que el punto de atención va cambiando. Por una parte, la doble pantalla amplifica el espacio y, por otra, hace que los personajes estén solos y a la vez acompañados, de manera que la voz individual queda integrada en el colectivo del que forman parte. También pienso que favorece la organicidad, la fluidez y la naturalidad, tanto desde el punto de vista ambiental como en relación con el tempo del filme, algo que también está relacionado con ese intento por favorecer la continuidad y evitar los jump cuts para que pueda verse cómo el pensamiento va articulando el discurso en tiempo real.
P. Al inicio, en el ecuador y al final de la película tres personas relatan sus sueños. La introducción de lo onírico en su versión más desasosegante, el confinamiento de los personajes y el ambiente del bar invitan a pensar en una clase obrera que ha quedado recluida en una especie de limbo del que no puede escapar. ¿Es algo buscado?
R. El prólogo determina la manera de entrar a la película y que sea la historia que una persona cuenta en la oscuridad, en la que se nos relata un sueño que convierte el paisaje mediterráneo en un entorno gótico, la sitúa en un estado de duermevela y le da un tono brumoso que ya no abandonará -la niebla del sueño, los cigarrillos, los botes de humo- y que ayuda a reforzar esa idea de limbo inherente al propio sueño pero también al hecho de que la cámara nunca salga del bar, que es un espacio que inicialmente está más habitado pero que, una vez que los disturbios se producen, está completamente vacío, sin sonido, en el que ya solo quedan estas voces a las que les intentamos aplicar un tratamiento similar a la que empleó Pedro Costa en Caballo dinero (2014).
P. La película remite a una tradición breve pero fecunda del cine español en la que figuran nombres como Llorenç Soler, Cecilia Bartolomé, Joaquim Jordà, etc. ¿Cuáles son las principales influencias?
R. El visionado de Después de… (Cecilia & Juan José Bartolomé, 1981) fue importante para mí porque es un tipo de cine que se articula con mucha sencillez, que tiene esa pátina de noticiario de contraiformación y que ha sido denostado por determinada tradición crítica y cinéfila. De hecho, Informe general sobre unas cuestiones de interés para una proyección pública (Pere Portabella, 1977) tiene mayor prestigio que El sopar (1974) y mi pregunta es por qué. ¿Por qué la materialización más sofisticada tiene mayor valor? Y sigo pensando en esto después de haber hecho una película en la que utilizo la doble pantalla. En todo caso, la referencia fundamental fue el cine documental de la transición, con esos retratos corales, pero también el trabajo del colectivo Video-Nou y ese tesoro absoluto que es Els joves del barri (1982) o el documental realizado por un grupo anarquista, cuyos autores son inencontrables, titulado Besos al Besòs (1990). Tampoco quiero olvidarme de esa isla que es De nens (Joaquím Jordà, 2003) una película hecha de una manera muy casera, cuyas pautas de duración y de relato colectivo fueron fundamentales en este proceso. Con el paso de los años, estas películas militantes sobrepasan la mera cuestión cinematográfica para convertirse en depósitos de memoria colectiva.
P. En El año del descubrimiento observamos un desequilibrio entre el relato histórico triunfalista que representan los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Expo de Sevilla y los hechos ocurridos en Cartagena, ¿es pertinente relacionar ese desequilibrio con la desaparición de este cine militante al que aludía y la institucionalización de un discurso que promueve el conformismo y destierra la agitación?
R. He reflexionado mucho sobre este tema y junto con Luís E. Parés he escrito algunos textos en los que se observa cómo el documental español, militante o no, desaparece a partir de la Ley Miró. Podemos contar con los dedos de una mano el cine documental que se hace en España entre el 83 y el 99. ¿Cuál es la relación que hay entre el cine y la manera en la que una sociedad se recuerda a sí misma? Sé que las palabras imaginario y hegemónico parecen un poco gastadas, pero es cierto que podemos pensar que el cine de los 70 era más heterogéneo desde un punto de vista formal e industrial y en los 80 se homogeneiza tanto el tipo de producción como la mirada. Es cierto que en el terreno del arte las clases burguesas son casi siempre las productoras de contenido y que no necesariamente se miran a sí mismas, pero en el caso de los 80 en España es muy evidente: hay dos corrientes mayoritarias que son el cine histórico más o menos aparatoso con poca mordiente subversiva -los relatos sobre la Guerra Civil o la posguerra tienen un tono de postal- y las comedias urbanas de clase media. ¿Qué sucede con todo lo demás y por qué todos esos grupos sociales dejan de representarse? ¿Dejan de aparecer porque todo el mundo se enriquece y el país es próspero y todos pasamos a ser clase media? ¿O realmente sigue habiendo gene que reside en los pueblos, que habita las periferias de las ciudades y que vive en condiciones totalmente distintas? Toda esta serie de preguntas surgieron tras terminar El futuro y preguntarme si no había terminado por reforzar el famoso mito, acuñado por el desarrollismo franquista, de que una gran clase media nunca será disidente porque tiene demasiado que perder.
P. Como hemos dicho, la película se hermana con una tradición que va de Largo viaje hacia la ira (Llorenç Soler, 1969) a De Nens (2003), ¿por qué crees que en nuestro país apenas se produce cine de este tipo?
R. Es lógico que no se produzca. Hacer esta película ha sido casi un acto suicida en términos de financiación. No había ningún interés en la región de Murcia o en las televisiones, que al final son las que deciden qué cine se hace, por una película como esta. Recuerdo una reunión con una televisión en la que me dijeron que el proyecto reunía todos los requisitos para ser de interés general pero que era demasiado social y que ellos apoyaban contenidos más culturales. Esta distinción eufemística entre lo social y lo cultural sería interesante de analizar. Estamos ante una película potencialmente incendiaria que habla de la reconversión industrial, un hecho sobre el que no se quiere echar la vista atrás porque la mayor parte de las veces desacredita a una gran cantidad de instituciones y de gobiernos regionales. Es cierto que una de las razones que explica por qué no hemos entendido el relato de la reconversión en clave colectiva -y cuando digo colectiva me refiero a nacional- radica en que es un proceso local y fragmentario que en muchas ocasiones obligó a los territorios a competir entre ellos porque el cierre de una fábrica en Cartagena implicaba la pervivencia de las de San Fernando o Ferrol que pertenecían a la misma multinacional. La reconversión industrial probablemente rompa, en buena medida, la solidaridad de clase obrera que había existido durante el franquismo. La idea de que los diferentes territorios de España tienen que competir entre sí no puede estar más en boga. En las localidades en las que hubo crisis industrial el recuerdo es palpable y aunque en su momento los problemas derivados aparecían en los noticieros, llegó un momento en que se convirtieron en una especie de rumor de fondo, así que lo que queríamos era dotar de carnalidad a todo aquello.