Desde su estreno en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, Solo nos queda bailar ha cosechado una meritoria batería de premios en festivales internacionales como Odesa, Sarajevo y Sevilla (Premio del Público Joven) o en la SEMINCI (Premio al mejor actor) y, además, fue elegida por la Academia de Cine Sueca para representar al país en los Óscar, pero finalmente no se coló entre los nominados. Aunque, en verdad, es difícil adivinar la nacionalidad del proyecto atendiendo únicamente a lo que vemos en pantalla.
Solo nos queda bailar se ambienta íntegramente en Tiflis, la capital de Georgia, y nos cuenta la historia de Mareb (Levan Gelbakhiani), un joven cuya máxima ambición es ser bailarín titular en el Ballet Nacional del país, donde lleva aprendiendo desde que era un niño por imposición familiar. Sin embargo, nadie parece confiar en que lo vaya a lograr y sus circunstancias personales tampoco ayudan: su estricto profesor le mina la moral incesantemente, su familia vive acosada por las deudas, su juerguista hermano no para de meterse en problemas y la sosa relación sentimental que mantiene con su compañera de baile está estancada en la absoluta frialdad… Todo se complica cuando un nuevo bailarín, Irakli (Bachi Valishvili), entra en la compañía y, de pronto, se convierte en el mayor rival de Mareb, que verá como se despierta en él un deseo también inesperado.
La película se encuadra dentro de los márgenes del coming of age de temática LGTBIQ, en la línea de películas como Call Me by Your Name (Luca Guadagnino, 2017) o Girl (Lukas Dhont, 2018). Los estrictos principios de la danza tradicional georgiana (“Aquí no hay espacio para el sexo”, espeta en un momento dado el antipático profesor) sirven como metáfora de una sociedad que vive anclada en un profundo conservadurismo. Al menos así opina su director, Levan Akin (Tumba, 1979), que empezó a esbozar la película cuando leyó que, en 2013, unos chavales que intentaban hacer un desfile por el Día del Orgullo en Tiflis fueron atacados por una multitud organizada por la Iglesia ortodoxa.
La película mantiene su interés apegada a la irresistible fotogenia de su protagonista
La amenaza de occidente
“La situación es muy delicada en Georgia”, explica el cineasta. “Los valores occidentales se ven como una amenaza para las viejas costumbres y, para un país que ha sido conquistado una y otra vez a lo largo de los siglos, mantener su identidad cultural se convierte en una cuestión de supervivencia”.
Akin, sueco con raíces georgianas, y la directora de fotografía Lisabi Fridell aciertan al imprimir en las imágenes un ostensible grano y una luz suave y seductora que dotan de un intenso romanticismo y cierta magia a la historia de Mareb.
Aunque narrativamente el filme desfallece en su parte central, cayendo en ciertos excesos melodramáticos y lugares comunes, la película consigue mantener su interés apegada a la irresistible fotogenia y expresividad de su actor principal, Levan Gelbakhiani, que debuta en la actuación. A través de su mirada ardiente de deseo y de las secuencias en las que le vemos bailando –uno de los mayores atractivos del filme es de hecho adentrarse en el peculiar mundo de la danza georgiana– es como nos enfrentamos al problema irresoluble de la cinta: la imposibilidad de doblegar el espiritu de un animal salvaje. “Esta película no es solo una mirada hacia una parte del mundo que no mucha gente conoce, también es una historia sincera sobre la importancia de ser libre”, expone Akin.