Si de algo da cuenta el conjunto de películas nominadas a los Óscar es de la inclinación de Hollywood y sus cineastas a mirarse el ombligo. Como si se tratara de una casuística del narcisismo cinematográfico, el muestrario fílmico con el que la meca del cine se presentará al mundo el domingo ofrece un amplio catálogo de miradas ensimismadas, desde la de Quentin Tarantino, que se pasea románticamente por Los Ángeles de su infancia en Erase una vez en… Hollywood, hasta la de Martin Scorsese, que pone un broche de oro a su historia de amor con el género gansteril con El irlandés, pasando por los ecos autobiográficos con los que Noah Baumbach envuelve su Historia de un matrimonio o por las deudas de 1917 de Sam Mendes con la herencia de los grandes referentes del cine bélico hollywoodiense. Por no hablar, en clave española, de la deliberada apuesta de Pedro Almodóvar por explorar las agitadas aguas de la autoficción en su magistral Dolor y gloria, nominada en las categorías de mejor película internacional y mejor actor (Antonio Banderas).
En todo caso, no estamos ante ninguna novedad. Desde las múltiples versiones de Ha nacido una estrella a Cantando bajo la lluvia, de El crepúsculo de los dioses a La ciudad de las estrellas (La La Land), Hollywood siempre ha sentido debilidad por su propia mitología, a la que suele recurrir en tiempos de crisis para afianzar su condición de fábrica de sueños. Y si este impulso historiográfico abarca al conjunto del cine estadounidense, lo mismo ocurre con la mirada singular de los cineastas, los autores, que combaten el desconcierto ahondando en la propia memoria, una realidad personal tocada, eso sí, por la ficción. Puede que los mayores hitos del cine autobiográfico pertenezcan a leyendas del cine europeo como François Truffaut (Los 400 golpes), Ingmar Bergman (Fanny y Alexander) o Federico Fellini (Amarcord y 8 ½), pero el cine norteamericano tiene su propio canon autoficcional, en el que brillan obras como All that Jazz, de Bob Fosse, o Uno Rojo, división de choque, de Sam Fuller.
Tarantino, desde su infancia
Estas dos fórmulas narrativas –la crónica histórica de Hollywood y la autobiografía autoral– confluyen de forma tangencial en Érase una vez en… Hollywood de Tarantino, nominada a diez Óscar y favorita en las categorías de mejor guion original y mejor actor secundario (Brad Pitt). Puede que ninguno de los personajes de esta oda nostálgica a la ciudad de Los Ángeles sea un avatar del director de Pulp Fiction, pero la mirada del cineasta tiñe cada encuadre, cada evocación cinéfila. En una entrevista publicada en Sight & Sound, Tarantino admitía que “pese a que podríamos habernos fijado en fotos de Sunset Boulevard o Riverside Drive en 1969, y lo hicimos, el punto de partida del filme fue mi memoria, mis recuerdos de cuando, con seis años, paseaba en el Volkswagen Karmann Ghia de mi padrastro. De hecho, los planos dirigidos a Cliff (Brad Pitt) desde abajo, en el coche, cuando vemos el cartel de la tienda de cosméticos Earl Scheib, entre otras, representan mi perspectiva, mi punto de vista del mundo cuando era niño”.
Desde una perspectiva mucho menos idealizada, aunque sin renunciar a la empatía y la emoción, Noah Baumbach revisita, en Historia de un matrimonio (una producción de Netflix), su separación de la actriz Jennifer Jason Leigh, en lo que podría considerarse la prolongación de una crónica autobiográfica que se inició en 2005 cuando, en Una historia de Brooklyn, el cineasta plasmó con acidez y ternura el divorcio de sus padres. Aunque, si se trata de hablar de autoría(s), parece innegable otorgar una parte importante de los logros de Historia de un matrimonio al dueto que forman unos entregados Adam Driver y Scarlett Johnasson, que no fallan a la cita con la nominación al Óscar, por partida doble en el caso de Johansson, que también aspira al premio a mejor actriz secundaria por su papel en JoJo Rabbit (un premio que muchas quinielas reservan para Laura Dern por su afilada encarnación de una abogada sin escrúpulos en el filme de Baumbach).
Scorsese: punto y final
Por su parte, Greta Gerwig, la actual pareja de Baumbach, propone con su adaptación de Mujercitas -también nominada a la mejor película y favorita en la carrera por el Óscar al mejor guion adaptado– otra variante del cine autorreferencial. La directora de Lady Bird toma el clásico literario de Louisa May Alcott y, además de inyectarle un poderoso halo de modernidad gracias a la deconstrucción anticronológica del relato, lo dota de un empuje contemporáneo al poner en primer plano la lucha de una mujer (la Jo de Saoirse Ronan, también nominada) que aspira a poder vivir de su talento artístico. Las escenas en las que Jo discute con su editor (Tracy Letts) sobre la idoneidad del abordaje de ciertas temáticas, además de por los derechos de sus obras, hacen pensar en el arduo camino que, con toda probabilidad, habrá tenido que recorrer Gerwig en su camino hacia la consagración como cineasta de Hollywood.
La propuesta de El irlandés de Scorsese, nominada a diez Óscar, guarda ciertas similitudes con el caso de Tarantino, aunque el director de Taxi Driver no necesita rememorar una vivencia real para construir su película, sino que le basta con tomar como referencia su propia obra. Es lo que tiene formar parte integral de la Historia del cine. Así, Scorsese plantea su biopic de Frank Sheeran (Robert De Niro), matón de la mafia y hombre de confianza de Jimmy Hoffa (Al Pacino), como una suerte de epílogo para su impoluta saga de películas sobre el mundo de la mafia, un colofón crepuscular donde el frenesí de obras capitales como Uno de los nuestros o Casino se sustituye por una melancólica y aletargada meditación sobre la culpa y el transcurso del tiempo. Y de la mirada al pasado de Scorsese al recuerdo de otro gran mito de Hollywood, Judy Garland, cuya caída a manos de las adicciones es recreada en Judy por una Renée Zellweger que apunta a favorita al Óscar a la mejor actriz gracias a una de esas transformaciones físicas tan del gusto de la Academia.
1917, en el epicentro
La idea del cine que se alimenta de cine reside también en el corazón de 1917, la sobrecogedora inmersión en las trincheras de la Primera Guerra Mundial dirigida por el británico Sam Mendes; a la postre, la principal favorita al Óscar a la mejor película tras triunfar en los Globos de Oro y en los premios del gremio de productores de Hollywood. Y, de hecho, en este caso, la clave del juego autorreflexivo debe buscarse entre la lista de compañías productoras del filme, donde figuran tanto Dreamworks, la productora fundada (y luego vendida) por Steven Spielberg, y Amblin Partners, la actual compañía del director de Tiburón. Así, pese a que los travellings de 1917 podrían remitir a Senderos de gloria de Stanley Kubrick, lo cierto es que estamos ante una obra forjada siguiendo el manual práctico-ideológico del cine de Spielberg. Ahí está la poderosa recreación de la vida en el campo de batalla, heredera de Salvar al soldado Ryan, donde ya se combinaba el horror adrenalínico del combate con los momentos para las pausas confesionales. Pero sobre todo hay que atender al mensaje humanista de 1917, donde la idea de construir toda la película en un único (aunque tramposo) plano secuencia busca enfatizar el valor inexpugnable de una vida humana, y por ende de cada una de las vidas golpeadas por la barbarie. No sería descabellado hermanar la odisea vivencial de 1917, centrada en la figura heroica del cabo Schofield (George MacKay), con el recordado pasaje de La lista de Schindler donde la cámara perseguía la figura de una niña perdida en el desalojo del gueto de Cracovia. Singularizar el drama –a través de un plano secuencia o mediante la coloración– para subrayar la tragedia histórica y enfatizar la resiliencia del espíritu humano.
Parásitos o la lucha de clases
Aparte de las tendencias ombliguistas de Hollywood, el otro hilo argumental que ayuda a entender las nominaciones a los Óscar es una cierta reaparición de la lucha de clases como motivo argumental. Se percibe en Joker, nominada a 11 estatuillas, donde el archienemigo de Batman –interpretado por un encorvado e impetuoso Joaquin Phoenix, camino de su primer Óscar– se presenta como una figura condenada a la marginalidad por un sistema regido por las grandes fortunas.
Aunque la película que aborda de manera más original y desprejuiciada la lucha de clases es Parásitos del surcoreano Bong Joon-ho, que tras convertirse en un fenómeno popular –lleva ingresados más de 30 millones de dólares en la taquilla norteamericana– afronta la gala con el premio a mejor película internacional casi garantizado y con posibilidades en la categoría de guion original e incluso dirección y película. A medio camino entre la comedia satírica, el drama familiar y el thriller de acción, Parásitos invoca un cierto derrumbamiento de los valores a través de la historia de una familia humilde que se infiltra y llega a controlar la realidad cotidiana de un clan adinerado. Subvertir los roles para revelar la profundidad de una alarmante crisis moral.