Tras la histérica y afrancesada Solo el fin del mundo (2016), en la que echó mano de Gaspard Ulliel, Lea Seydoux, Marion Cotillard y Vincent Cassel -básicamente el star system del cine galo-, y tras la desastrosa experiencia en EEUU con la vapuleada The Death & Life of John F. Donovan (2018), en la que aparecían otras ‘prima donnas’ como Natalie Portman, Susan Sarandon o Kit Harrington (e incluso se permitía el lujo de sacar del montaje final a Jessica Chastain), Xavier Dolan regresa a los ambientes y sensaciones de sus anteriores filmes en Matthias & Maxime, un melodrama en el que encontramos suficiente de lo mejor del director canadiense como para no arrepentirnos de haberle dedicado dos horas, aunque el filme carezca del magnetismo cromático y musical de Los amantes imaginarios o de los picos de emoción y el riesgo formal de Mommy

Matthias & Maxime nos habla de la compleja relación que mantienen los dos personajes que dan título a la película, interpretados por el propio Dolan y por Gabriel D’Almeida Freitas. Un beso, el que se ven obligados a darse al haberse prestado a participar en un cortometraje de la hermana de un amigo, provoca que la relación de amistad fraternal que mantienen estos dos amigos de la infancia se encamine hacia otro tipo de sentimientos, carnales y románticos, que les cuesta a ambos aceptar y asimilar. Sobre todo a Matthias (D’Almeida), que siente el peso del ambiente, con una prometedora carrera por delante en un prestigioso bufete de abogados y una relación sentimental con una encantadora novia. La decisión de Maxime (Dolan) de abandonar su miserable vida en Montreal -es camarero y tutor de una madre adicta y dependiente- y marcharse a Australia a buscarse la vida complica aún más las cosas.    

En definitiva, nada que no hayamos visto ya en unas cuantas ocasiones. La escasa originalidad del argumento nos lleva también a un Dolan director más contenido, aunque haya alguna que otra secuencia en la que el uso de la música y del tiempo fílmico se desbordan. Sin embargo, ahí continúan muchas de sus señas de identidad. Ese gusto por retratar, a veces con delicadeza y a veces sin contemplaciones, las relaciones materno-filiales -dejando fuera de plano a los progenitores de los personajes-, ese tic a veces molesto de asfixiar el plano en el rostro de los actores y esos reencuandres con ventanas, puertas o espejos tan expresivos respecto del estado emocional de los personajes.

En cualquier caso, Dolan mantiene intacto su buen gusto, su tacto con los actores y su capacidad para transmitir al espectador sensaciones como la obsesión, el ahogo emocional o la ansiedad. Aquí además deja interesantes postales de la amistad masculina, con un secundario que brilla sobre los todos los demás, Pier-Luc Funk, al que ya habíamos podido ver en las películas de Philippe Lessage (Los demonios y Génesis). Además, el director canadiense reivindica una vez más su admiración por Pedro Almodóvar en una secuencia en la que un personaje pronuncia el nombre del director manchego (aunque lo haga mal, Elmodovar). En cualquier caso es innegable que ambos directores, desde geografías y generaciones tan dispares, se comunican a través de la sublimación de las emociones tan propia del melodrama.

Quizás lo más frustrante del filme sea ese final abierto y desconcertante, pero podemos celebrar que Dolan retome la senda de sus mejores trabajos.

@JavierYusteTosi