Resulta muy apropiado el estreno de Vivarium en estos tiempos de cuarentena. Una de las múltiples, inabarcables, ideas que alimentan la película de Lorcan Finnegan (Dublín, 1979) remite al declive que pueden atravesar las relaciones de pareja cuando se embarran en la monotonía y el aislamiento social, algo a lo que curiosamente se enfrentan de manera obligatoria millones de personas en todo el mundo en estos días aciagos. También es lo que le ocurre a los protagonistas del filme, que se ven inmersos en una reclusión forzada de tintes de ciencia-ficción distópica. 

Los treintañeros Gemma (Imogen Poots) y Tom (Jesse Eisenberg), profesora de primaria y jardinero respectivamente, han tomado la decisión de comprarse una casa juntos en busca, quizás sin saberlo, de la vida ideal que venden las inmobiliarias en las grandes vallas publicitarias de la carretera: esa sonriente familia numerosa con un chalet adosado con jardín en una urbanización a las afueras. Pero esa postal de ensueño, que Hollywood se empeña en implantarnos en la cabeza desde los años 80, ya nos dijo David Lynch en Terciopelo azul (1986) que, si la miras con lupa, esconde en su interior la misma violencia y caos que el resto del planeta. “La idea de ser dueño de tu propia casa es el cuento de hadas que nos ha vendido el capitalismo”, explica Finnegan, que se inspiró en la desvergonzada y rampante especulación inmobiliaria que se produjo en Irlanda durante los 90 para desarrollar el filme. “Pero en realidad es el cebo que nos conduce a la trampa de estar toda nuestra vida pagando deudas, para que el consumismo acabe por consumirnos a nosotros mismos”. 

El diseño de producción remite tanto a 'El imperio de las luces', de Magritte, como a las arquitecturas imposibles de escher

El futuro comienza a tornarse en pesadilla para Gemma y Tom cuando cruzan la puerta de la sede de una inmobiliaria regentada por Martin (Jonathan Aris), un extraño personaje que les convence para que visiten una urbanización llamada Yonder. Una vez allí, se encuentran con un inmenso mar de idénticas casas vacías de tonos pastel en un paraje extremadamente tranquilo y misterioso, con un cielo y un enorme sol naranja que parecen dibujados por un niño. Martin les enseña la espléndida casa situada en el número nueve y, de repente, se esfuma. La pareja intenta salir de la urbanización, pero todos los caminos parecen desembocar de nuevo en el número nueve. Sin gasolina, asombrados y frustrados, deciden pasar la noche allí. Con el tiempo se darán cuenta de que no hay escapatoria, aunque sí un cometido que cumplir: una mañana encuentran una caja con un bebé dentro y el siguiente mensaje: ‘criadlo y seréis liberados’.

La dimensión desconocida

Heredera del espíritu anonadante de series antológicas como The Twilight Zone o la reciente Black Mirror, la película de Finnegan crea una eficaz y absorbente ficción que bebe de numerosas fuentes e ideas, aunque la clave que desentraña el principal resorte argumental se encuentra en las imágenes que abren el filme: las típicas tomas de documental de naturaleza de La 2 que, sin embargo, gracias a una inquietante música in crescendo, producen una sensación desasosegante y terrorífica en el espectador. 

El protagonista de este esclarecedor arranque es una cría de cuco, una especie de ave que practica el parasitismo de puesta. Es decir, las hembras ponen sus huevos en los nidos de otras especies para que estas las alimenten. Después de nacer, la cría del cuco se deshace de los polluelos de la especie parasitada, empujándolas fuera del nido, para ser la única boca que alimentar. Hay algo en la fría brutalidad del método de reproducción de este pájaro que Finnegan nos muestra y que impregna toda la película. 

Así, Tom y Gemma, se ven obligados a criar un hijo que no solo no es suyo, sino que difícilmente se podría calificar como humano. A medida que el tiempo avanza, la relación entre ambos, sometida a una gran presión, se enfría y da paso a la desconfianza y, de ahí, al rencor y la ira. Él se aísla en sí mismo al tiempo que se concentra en una tarea rutinaria de manera obsesiva y ella se decanta por desarrollar su lado maternal. 

Como buena distopía, Finnegan utiliza todo este constructo de ciencia ficción para hablar de nuestros miedos y ansiedades precoronavirus (pues quien sabe cuáles serán las secuelas y las ficciones a las que dé lugar la actual crisis). Así, construye una situación que, salvando las distancias, funciona como metáfora del matrimonio de clase media en los países occidentales, con ideas que apuntan a la necesidad innata de consumir, a la falta de respeto a la naturaleza o a la intromisión de los medios de comunicación en la educación de nuestros hijos para introducir sus propias agendas. “Ya no tenemos miedo a los monstruos, sino un miedo más existencial a que nos quiten nuestra libertad, las esperanzas y los sueños de un futuro emocionante”, explica Finnegan. “Por eso, los padres se alejan de sus hijos, que pasan todo su tiempo conectados, viendo televisión y hablando con extraños en internet. Vivarium solo amplifica estas ansiedades sociales, por lo que se puede ver cómo de extraña y aterradora puede llegar a ser nuestra vida”.

De Magritte a Escher

Filme de bajo presupuesto, su solvente puesta en escena está rubricada por la convincente y entregada interpretación de Imogen Poots –premiada en Sitges, donde la película tuvo su estreno mundial, y vista anteriormente en otro asfixiante thriller, Green Room (Jeremy Saulnier, 2015)– y por el cuidado diseño de producción. Este último apartado guarda todo un ramillete de influencias que enriquecen su sustrato simbólico, empezando por una urbanización que remite de manera directa a El imperio de las luces, la famosa obra del pintor surrealista René Magritte, y acabando por las arquitecturas imposibles de M. C. Escher.

@JavierYusteTosi