En los años 80, una pandemia arrasó el planeta. El VIH/SIDA ha infectado a 75 millones de personas y matado a 32 millones desde entonces según datos de la ONU. Hoy sigue siendo una enfermedad grave que no tiene vacuna ni cura pero los portadores del virus pueden vivir muchos años con una vida normal sin desarrollar la enfermedad. El realizador texano Yen Tan (Kuala Lumpur, 1975), de origen malasio, nos cuenta en la emocionante 1985 los albores de esa pandemia que mató a millones de personas en sus inicios, cuando la ciencia no sabía cómo controlar un proceso de decadencia física imparable.
Tan nos conduce hacia ese mundo de radiocasettes, teléfonos caseros con hilos que se enroscan y Madonna a través de una familia sencilla de Texas. En Estados Unidos es frecuente que los hijos vivan en lugares distintos a sus padres o se marchen a países lejanos a luchar en el ejército y el género del regreso al hogar por Navidad o Acción de gracias tiene una nutrida filmografía detrás. Ahí están filmes como Los mejores años de nuestra vida (William Wyler, 1945), donde veíamos los traumas que arrastraban del campo de batalla los soldados al regresar a la patria, tema importante en esta 1985, o joyas del cine independiente como Beautiful Girls (Ted Demme, 1996) sin olvidar novelas tan populares como Las correcciones de Jonathan Franzen.
En este caso, vemos a un joven, Adrian (Cory Michael Smith) que vuelve a su pueblo para visitar a una familia liderada por un padre seco y terco que se desespera porque su hijo pequeño sea “suave” y le regala pop cristiano en Nochebuena. Tratando de aparentar una vida de éxito en Nueva York, Adrian oculta a su familia no solo su homosexualidad, también asuntos más graves.
El cine independiente de Estados Unidos no ha pasado su mejor época en los últimos años. Tras la gloria de los 90 y primeros 2000 cuando irrumpieron Soderbergh o Tarantino, la realidad es que muchas de las mejores películas estadounidenses de los últimos años las han hecho los grandes estudios. Siempre hay joyas, pero atrás quedan los tiempos de gloria de Weinstein y también de un modelo que acabó volviéndose demasiado repetitivo, desprovisto de la audacia y la fuerza de sus inicios. Llegó un momento en el cual el “estilo Sundance”, blancos deprimidos, cámaras al hombro, padres coléricos, hijos adictos, personajes asociales y una estética naturalista con actores sin maquillar que se oponía a las convenciones de Hollywood se convirtió en una fórmula que llenaba festivales y aburría a las ovejas.
En 1985, Yen Tan viaja hasta los orígenes del cine independiente americano para inspirarse en Cassavetes o incluso en el Woody Allen “serio” de Interiores (1978) para entregar un filme bellísimo en el que nada es lo que parece al principio. Con pulso firme, sin desfallecer en las secuencias más dramáticas pero tampoco forzar la máquina lacrimógena, Tan realiza una película sobre la muerte que está llena de vida ya que sirve, aunque sea una paradoja cruel, como elemento catártico de una familia más ignorante que malvada. El personaje mejor construido de la película es ese padre (espléndido Michael Chiklis) traumatizado por los horrores de la guerra de Vietnam cuyo descubrimiento del afecto y la ternura pone los pelos de punta. 1985 desprende una humanidad profundamente emocionante.