El poder de la fe, por distintas razones, es un elemento muy cinematográfico. Su potencial dramático, bien jugado, puede ser enorme. Bajo esa presunción, cientos de relatos buscan en la fe el motor propulsor que lleve la historia a lugares inimaginables o inverosímiles. Pero lo más mágico y misterioso del asunto tiene lugar cuando esa fe se contagia al propio espectador, quien en determinado punto, atrapado por el magnetismo de su poder redentor, se deja de hacer preguntas obvias para las que no hay respuestas convincentes. No importa. Podemos argumentar que se trata, en realidad, de la necesaria “suspensión de la realidad”, ese pacto tácito que se establece entre emisor y receptor, entre la película y el que la ve.
Corpus Christi confía plenamente en la fe de su protagonista y en la fe del espectador, especialmente en los primeros compases de su metraje. Una vez que hemos aceptado los hechos aparentemente reales en los que se inspira, es decir, que un joven violento y con problemas de adaptabilidad, recién salido de un penal juvenil para ir a trabajar a un aserradero, decida suplantar a un cura rural y lo consiga, entonces la película podrá ofrecernos aquello que quizá esperamos de cualquier película: emoción, compromiso, cierto poder transformador. Así parece haber ocurrido en Polonia con este largometraje dirigido por Jan Komasa, joven graduado en la Escuela de Cine de Lódz –de donde han salido titanes del endiablado invento Lumière como Kieslowski, Skolimovski o Polanski–, al convertirse en la película candidata al Óscar de su nación. Siendo reduccionistas, es un filme cuyo sólido equilibrio entre lo autoral y lo masivo, lo académico y lo rupturista, lo hermana con producciones de prestigio que, como Ida de Palikowski, representan con orgullo la cinematografía polaca fuera de sus fronteras. La fe, en todos los directores citados, nunca ha sido un asunto menor.
Daniel, que así se llama nuestro inteligente protagonista, interpretado por Bartosz Bielenia, en cuyo rostro anida la llama satánica pero también el brillo angelical, es en gran medida el responsable de que la fe nos nuble la vista. Daniel se convierte en el padre Tomasz y lo aceptamos sin rechistar porque la determinación de sus movimientos no admite la duda o la sospecha. Bielenia es responsable por tanto de que podamos disfrutar de su liturgia inventada, de una película de apariencia simple que acaba ofreciéndose como pertinente y sagaz metáfora de múltiples asuntos terrenales y hasta ultraterrenales. Y así el filme empieza a parecerse a aquello que esperamos de una buena película.
¿El nuevo papa?
Tomasz es el más inverosímil de los padres espirituales pero también el más eficaz de todos ellos. Miente más que habla, su alma está corrupta, su historial criminal le precede. Fuma canutos y sale con chicas. Pero Komasa no hace humor con ello, al contrario, lo introduce en el retrato del personaje con asombrosa indiferencia y naturalidad, sin subrayar la evidencia de la caricatura. Los jóvenes de la comunidad le aceptan como el cura del siglo XXI (“Aquí tenemos al nuevo Papa”, bromea una adolescente), mientras que los adultos vencen su escepticismo inicial tomando sus actos de fe como verdaderos. Y ahí es donde entra en escena la tensión del relato.
El farsante pone el dedo en la llaga y se propone como misión personal remover las conciencias de culpa, duelo y devastación que dejó al pueblo traumatizado tras un accidente de tráfico, una trágica colisión en la que fallecieron un adulto y cinco jóvenes. Han pasado los meses y los años pero la depresión se ha instalado como un perpetuo nubarrón negro por encima de las cabezas de los feligreses. El primero de los cadáveres no tuvo funeral ni entierro en suelo sagrado porque el anciano vicario, presumiblemente alcohólico –y supuestamente ausente en una cura de desintoxicación–, bajo presión de las familias de las víctimas jóvenes, no le concedió ese privilegio. La viuda es sujeto de escarnio. Hay mucha ira y mucha incomprensión acumulada. El pueblo es una olla a presión y la intuición de Danielle conduce a remover el trauma para hacerse dueño de sus almas.
Mediada la película, el retrato de la comunidad que lidera espiritualmente se coloca por encima del retrato del farsante. El filme amplía su horizonte para ofrecerse no solo como una parábola espiritual (que no renuncia a la violencia y el desgarro físico), sino también como un retrato de aldea. Entra en escena un avaricioso y manipulador alcalde que encuentra en el nuevo cura otro líder dispuesto a hacerle oposición, o por lo menos a cuestionar su hipocresía político empresarial y restarle poder ciudadano. Representa para el cura accidental la traducción en la sociedad civil del matón de orfanato. Y así, cuando la fe en el drama empieza a tambalearse, una prodigiosa escena de la inauguración de un aserradero, bendición mediante, es capaz de concentrar la tensión de una vendetta social, incluso ideológica. Podemos ver en Tomasz a un ser que ha vivido oprimido, un niño de orfanato y de infancia golpeada que por primera vez tiene una posición de poder social y no está dispuesto a desaprovecharla.
A su modo, como hiciera Paul Schrader en El reverendo (2017), la crisis de fe deriva realmente en un cuestionamiento del doctrinario católico y su incapacidad para amoldarse a los nuevos tiempos. Komasa, al contrario que Schrader, no tiene en el radar a Robert Bresson y su Diario de un cura rural, pero por momentos, a medida que Daniel se transforma en el padre Tomasz y el padre Tomasz comprende que no puede huir de Daniel, parece querer narrarnos algo similar, es decir, un trayecto de redención personal a través de la fe. En todo caso, Corpus Christi se reserva la carta de un destino insospechado para el vía crucis de su clérigo accidental.