Con su primera película, Costa da Morte (2013), Lois Patiño (Vigo, 1983) se convirtió en uno de los grandes exponentes del Nuevo Cine Gallego y en una de las promesas del cine de autor. Aquella película, por la que recibió el premio al mejor director emergente en Locarno, y que le tuvo viajando por festivales de todo el planeta durante un año y medio, venía a cristalizar el que ya había sido el principal interés de Patiño en su nutrido trabajo como video-creador: el paisaje y su relación con el ser humano.

Cine contemplativo, misterioso, poético y exigente, Costa da Morte conseguía captar la inmensidad del espacio natural a la manera del pintor romántico William Turner: con grandes planos generales y estáticos, de una majestuosidad y belleza impactantes, en los que las figuras humanas apenas son hormigas sometidas a las fuerzas de la naturaleza. El resultado era una película en la que la distancia era la principal materia narrativa. Sin embargo, como contraste, el director situaba en primer plano del cuidado dispositivo sonoro las conversaciones y relatos de las personas que aparecen lejanísimas en pantalla, logrando una potente reflexión sobre la construcción de la identidad cultural de ese paisaje gallego que siempre ha estado vinculado al fin y la muerte, testigo de infinidad de naufragios desde miles de años atrás, territorio fértil para la aparición de mitos y leyendas.

"Decidimos trabajar con dos atmósferas sonoras, una más naturalista y limpia, y otra más turbia que nos guiaba hacia la oscuridad". Lois Patiño

Si en aquel filme Patiño se movía en las aguas del cine de lo real y del documental antropológico (aunque la banda sonora tenía mucho de artificio), ahora crea una ficción sui generis con Lúa vermella, filme que estrenó en la pasada Berlinale y que indaga en los mismos temas y ambientes, aunque desde otras perspectivas. “La película surge de la voluntad de profundizar en el imaginario fantástico gallego y de la voluntad de explorar, a nivel del lenguaje cinematográfico, la experiencia maleable del tiempo”, explica Patiño a El Cultural. “Por otro lado, en cuanto al paisaje, buscábamos invertir lo que habíamos hecho previamente, y aquí es el paisaje el que se mueve mientras es el hombre el que está petrificado, ensimismado. La fusión hombre-paisaje se establece de una manera más introspectiva”.

Suspendidos en el tiempo

Todo arranca cuando el Rubio, un buzo real que había rescatado más de 40 cadáveres del mar y que se interpreta a sí mismo en la película, fallece en un naufragio en extrañas circunstancias. Este hecho, y la imposibilidad de recuperar su cuerpo para darle sepultura, sume a sus vecinos en un terrible proceso de duelo que provoca que queden paralizados, suspendidos en el tiempo como estatuas, aunque podamos escuchar sus voces cuando la cámara se acerca a sus rostros. Estos susurros apuntan a la presencia de un monstruo en el lugar, de algo misterioso que se ha llevado a este ser querido. Así, todo queda detenido, excepto el fantasma del Rubio, que deambula por el pueblo, y tres mujeres que de repente llegan al lugar y de las que algunas voces aseguran que son brujas.

El director, influido por autores como el pintor Urbano Lugris o el escritor Álvaro Cunqueiro, levanta un filme en el que se combina este universo mítico gallego de meigas y Santa Compaña con un terror cósmico y abisal de tintes lovecraftianos –por lo que Lúa vermella podría formar un misterioso díptico con una de las películas más sugerentes de todas las estrenadas en España en este 2020, El faro (Robert Eggers), también un homenaje al escritor norteamericano–. El resultado es una obra inclasificable e inmersiva, con algunos recursos absolutamente magistrales, como la representación del fantasma del Rubio como un ser invisible al que seguimos únicamente a través del sonido de sus pasos y quejidos. De hecho, si la película visualmente es arrebatadora, no lo es menos su construcción sonora. “Decidimos trabajar con dos atmósferas sonoras”, asegura Patiño. “Por un lado, una en la que había un sonido más naturalista, limpio y cristalino y, por otro lado, una atmósfera más turbia que nos guiaba hacia la oscuridad y en la que jugamos con la densidad a través de muchas capas sonoras. Aquí incluimos música concreta del compositor Alberto Posadas para reforzar la sensación de cine experimental y de terror. Y, después, también fue muy importante para el diseño sonoro el tratamiento de las voces, que debían ser débiles y frágiles”.

A pesar de no ser una obra fácil para el espectador, ya que exige concentración y esfuerzo para desentrañar lo que ocurre con el mínimo de información y a que posee un sentido del ritmo más pausado del que imprime normalmente el cine de ambiciones comerciales, el filme de Patiño es una muestra de un estilo personalísimo, inconfundible, con suficientes ganchos para atrapar al público que se deje llevar por la fuerza de su atmósfera, de su poesía visual y de sus hallazgos formales, que no son pocos.

La sala de montaje

Lúa vermella es, por tanto, un filme con una personalidad única dentro del cine español, tan diferente que para su creación Patiño invirtió los procesos de trabajo, dejando para después del rodaje la elaboración del guion final y los diálogos. “A partir de las voluntades iniciales, con un lenguaje cinematográfico establecido y con unas pequeñas pautas de guion, acometimos el rodaje”, recuerda Patiño. “Grabamos muchísimas imágenes y ya en la sala de montaje tuvimos que buscar una estructura que nos valiera. Además fue en ese momento en el que empezamos a otorgar personajes a las personas que habíamos grabado, para ir construyendo el relato, y también cuando comenzamos a escribir los diálogos. Nuestra idea fue crear una voz coral para el pueblo que construyera una especie de leyenda, con todas sus contradicciones”.

@JavierYusteTosi