En una escena de la película Moros y cristianos (1987), Luis G. Berlanga hace sonar por megafonía el siguiente aviso: “Juan Hernández Les y Manuel Hidalgo firman en este momento ejemplares de su libro El último austrohúngaro”. Fue la forma (o broma) que encontró el cineasta de colmar dos necesidades en su decimoquinto largometraje: consignar su legendaria superstición —en todos sus filmes hay una alusión al imperio centroeuropeo— y expresar su agradecimiento a los autores de un libro publicado seis años atrás, en 1981, cuando el autor de Plácido (1961) cumplió sesenta años y aún le quedaban seis películas (incluyendo un cortometraje), dos series de televisión y casi treinta años de vida.
Cuando se cumplen 10 años de su muerte y en la antesala de su centenario, se hace especialmente pertinente esta reedición revisada y actualizada de El último austrohúngaro, un libro que “se acoge al ya clásico esquema de las conversaciones”, dando la palabra al protagonista y su cine, y que ahora amplía su horizonte y sus contenidos con tres nuevas aportaciones, tal y como adelanta Hidalgo en el nuevo prólogo: “unas [magníficas] notas críticas sobre las películas que el director filmó después de nuestras charlas [en 1979], una cronobiografía detallada del cineasta […] y una filmografía mejorada, completa e ilustrada”. Hay que celebrar, por lo tanto, la recuperación de esta amena y clarificadora entrega en los estudios berlanguianos que cuando se publicó apenas le precedía un trabajo de Diego Galán (Carta abierta a Berlanga, 1978), si bien después surgirían otros acercamientos, con especial mención, en cuanto a la afinidad con el que nos ocupa, a los volúmenes Confidencias de un cineasta, de Antonio Gómez Rufo (2000), y Bienvenido Míster Cagada. Memorias caóticas de Luis García Berlanga, de Jess Franco (2005).
Cualquier disputa bibliográfica resulta infértil, dado que cada cual aporta su mirada a un creador complejo y contradictorio, como no solo se adivina en su imprescindible filmografía, sino en la personalidad del “irrepetible e inimitable” retratado. El último austrohúngaro suma a ese retrato, y no es poco, la mirada de dos críticos y periodistas cinematográficos de raza (y en el caso de Hidalgo, también guionista), apasionados cinéfilos conducidos por la admiración al maestro, pero al mismo tiempo capaces de introducir un contrapunto discursivo al torrente de ingenio y carisma, un rigor y relevancia para sortear las contradicciones del interpelado, un criterio especial, en definitiva, para ordenar el abigarrado caos, tal y como Berlanga hacía magistralmente con sus famosos planos-secuencia.
Hay que celebrar la recuperación de esta amena y clarificadora entrega que nos ayuda a encontrar a un genio
Estructuradas por películas —desde Esa pareja feliz (1951) a La escopeta nacional (1978)—, las conversaciones suelen discurrir por dos o tres temas centrales por filme que acaban revelando asuntos mayores sobre el hombre que los hizo. Ahora que el término “berlanguiano” ha ingresado como voz propia en el DRAE, podríamos proponer la “palabra” de este libro como definición extendida de tan esquivo, pero familiar, término. Nos sumergimos en sus páginas y encontramos (habitamos) lo berlanguiano. Es así revelador leer hoy el modo en que Berlanga construyó su discurso misógino (“un ser tirano, biológicamente superior, al que quieres derribar de su pedestal”), reflejo en todo caso de la legendaria independencia de un artista que sin embargo hacía películas sobre la necesidad de agruparse para resolver una fatalidad… que nunca se resolvía.
Las conversaciones nos revelan la franqueza de un cineasta que cuando habla de sus filmes, pareciera apenas el pre- texto para configurar su visión del mundo, encontrar de algún modo al Berlanga que siempre prefirió el cambio y la evolución. Encontrar al anarquista sin disfraz, al hombre que junto a Azcona creó el tándem más determinante del cine español, al artista que nos ha helado la carcajada. Este libro, cuanto menos, nos ayuda a encontrar al genio.