Hope, la segunda película de la noruega Maria Sødahl, se encuadra dentro de los márgenes de esos dramas rigurosos y secos procedentes del norte de Europa, que apenas hacen concesiones a la hora de retratar el desconcierto y la deriva de sus personajes. Aquí se trata, con una apuesta casi documental, de atrapar con la cámara la reacción de una mujer ante la noticia de que le quedan apenas unos meses de vida. Ella es Anja (Andrea Bræin Hovig), una coreógrafa que vive con un productor con el que tiene seis hijos -tres naturales y otros tres de una relación anterior de él- y que se ve obligada a afrontar el infortunio durante los días de Navidad, con la incertidumbre de no contar con un pronóstico definitivo sobre el tiempo que le queda de vida, ya que los especialistas se encuentran de vacaciones, y sometida a los vaivenes emocionales que le produce la medicación para reducir el edema que le ha provocado un tumor en el cerebro. 

Aunque en principio podría parecer que el tema principal del filme es la muerte y la manera en la que nos preparamos y preparamos a los demás ante su inminente llegada, la situación que plantea Sødahl es en realidad una excusa para hablar del amor y del matrimonio, de las cuitas y las asignaturas pendientes de la relación en pareja, de aquello que puede permanecer soterrado durante años o toda la vida. Con la noticia de la enfermedad de Anja todo sale a la superficie, y la pareja, entre visitas a médicos y fiestas familiares, van afrontando su historia en común, que se encontraba totalmente deteriorada: incapaces de comunicarse, incluso de verse el uno al otro aunque compartan cama todos los días. 

Sødahl apuesta por la cámara en mano, los primeros planos y los espacios cerrados para mostrar la angustia vital de su protagonista, evita cualquier tipo de banda sonora que pueda manipular al espectador y centra la fuerza del filme en las interpretaciones de una soberbia Andrea Bræin Hovig, que sostiene con credibilidad y enjundia la montaña rusa emocional en la que está inmerso su personaje, y un contenido Stellan Skarsgard, que pasa de un hieratismo algo antipático a pequeños gestos capturados de manera elegante que demuestran la rabia, la impotencia y la compasión de un hombre leal pero superado por las circunstancias.

Aunque es una película muy dialogada -que sin embargo sabe sacarle partido a los silencios-, en la que el personaje de Anja navega por incesantes contradicciones en busca de una catarsis, el filme va levantando un posicionamiento sobre el amor en pareja y sobre la familia que no es sencillo y que la directora tampoco pretende expresar en palabras, unas palabras que en muchas ocasiones solo sirven para levantar muros en vez de tender puentes. Se trata de una energía emocional que va creciendo a lo largo del filme a través de todo lo que no se dice y desemboca en un final que se olvida felizmente de la rigurosidad de la puesta en escena para escenificar el entendimiento y reconocimiento del otro a través de la mirada.

@JavierYusteTosi