Hace ahora quince años, el turcoalemán Fatih Akin (Hamburgo, 1973) se convertía en la gran promesa del cine alemán e incluso europeo con su cuarta película, Contra la pared (2004), ganadora del Oso de Oro en Berlín. En aquel memorable film, el director nos mostraba el universo de los emigrantes turcos en Alemania (viven casi tres millones) a partir del retrato de un cincuentón punk con tendencias suicidas que se enamora de una joven. Desde entonces, el cine de Akin ha oscilado entre el retrato más o menos amable de la comunidad turca como la comedia Soul Kitchen (2009) o el drama íntimo Al otro lado (2007) sin olvidar su epopeya El padre (2009), en la que recrea el genocidio de los armenios perpetrado por los otomanos, una barbarie que el país aún no ha reconocido oficialmente.
En El monstruo de St. Pauli, presentada en el último Festival de Berlín, el director nos muestra los lugares más desgarradores del alma como en Contra la pared o Al otro lado en una película que retrata los ambientes más sórdidos imaginables. El protagonista es Fritz Honka, un asesino en serie que mató a cuatro prostitutas cincuentonas en los años 70 en Hamburgo. Un personaje repugnante y monstruoso que vive en un ático diminuto decorado con fotos de mujeres desnudas. Una caverna pestilente porque el tipo además guarda los cadáveres en casa como si fueran una reliquia. El homicida encuentra a sus víctimas en una cervecería vecina, un lugar sórdido plagado de viejos borrachos en el que según cuenta el dueño un hombre estuvo muerto varios días tirado en la barra sin que nadie se diera cuenta porque “hacen turnos”.
El cine de Fassbinder, con sus ambientes densos y viciados por el tabaco, el alcohol y las más bajas pasiones es el referente claro de este filme por momentos soberbio. Protagonizado por Jonass Dassler, que logra dar si no humanidad al menos entidad a un personaje que nunca suscita nuestra compasión pero sí nuestra comprensión, la película se acerca a la figura del psicópata para realizar una disección meticulosa de los mecanismos de marginalización y abandono que conducen a la victimización. Más allá del impacto que puedan generar algunas imágenes de violencia extrema o sordidez cutre, lo sobresaliente de esta película es la forma en que logra reflejar la falta de dignidad a la que la sociedad aboca a determinadas personas que considera no “dignas” de pertenecer a ella. El monstruo no ve personas, solo ve cuerpos, trozos de carne amorfa indistinguibles de un animal y lo fascinante del filme es cómo el director logra encontrar esa humanidad en estado lacerante que supuran las desdichadas. Porque lo más interesante, en este caso, no es el propio Honka, sino las mujeres que mata, esas prostitutas veteranas que venden su cuerpo por una miseria y están incluso dispuestas a aceptar un cierto grado de violencia a cambio de su pura supervivencia.
Vuela alto la película sobre todo en su primera parte, cuando nos cuenta el extraño romance entre el asesino y una de esas prostitutas, que se aviene a firmar un contrato en el que declara “propiedad” suya y le cede a su hija para que haga con ella “lo que quiera”. La realidad es que el “monstruo de St. Pauli” (nombre de un barrio de Hamburgo) no “aterrorizó” a la ciudad porque salvo la primera de sus víctimas nadie reclamó a las otras. La atrocidad solo se descubrió por un incendio fortuito en el piso de abajo. Es allí, en el retrato de esas mujeres devastadas para las que nunca ha habido un gesto de afecto sin brutalidad, donde la película resulta más emocionante y triste. Dice la famosa frase de Nietzsche que si uno se asoma al abismo, el abismo responde. El monstruo de St. Pauli nos ofrece fragmentos de esa respuesta.