Pobre Tadzio, tan bello, tan hermoso, con ese atractivo andrógino de muchos jóvenes nórdicos y que hoy, en tiempos de “géneros fluidos” y replanteamiento de los roles masculino/femenino resulta quizá incluso más moderno que en su tiempo. Tras un laborioso cásting, el maestro Luchino Visconti (Milan, 1976-Roma, 1976) encontró a Björn Andrésen en Suecia. Era un chico tímido, marcado por un pasado familiar muy doloroso: su madre se suicidó, nunca supo quién era su padre y fue empujado a un estrellato indeseado por una abuela que soñaba con tener un “nieto famoso”. Corrían los años 70, época de ruptura social y artística después del mayo del 68 que propició la aparición del punk y de una cultura underground subversiva a la vez que el propio Hollywood cambiaba con la aparición de esos “moteros tranquilos, toros salvajes” de los que hablaba Peter Biskind en su libro. En nuestro país, la ruptura con el pasado es incluso más clara tras la muerte de Franco y el “destape” colectivo.
Hoy ya nadie habla del erotismo pero entonces el mundo parecía que acababa de descubrir los placeres de la carne. En nuestro país, José Luis López Vázquez y Sacristán perseguían a las desinhibidas suecas por las playas y la revista Interviú vendía millones con sus portadas con chicas en topless, pero no éramos los únicos salidos del mundo. En Estados Unidos, Dudley Moore se obsesionaba con Bo Derek en 10, la mujer perfecta (Blake Edwards, 1979) y una película tan mediocre como la pseudoporno Garganta profunda (Gerard Damiano, 1972) hacía de Linda Lovelace una superestrella. En Europa, la francesa Emmanuelle (Just Jaeckin, 1974) encumbraba el soft porn con Sylvia Kristel mientras triunfaban actrices italianas que aparecían en pantalla ligeras de ropa como la bellísima Ornella Muti o en Gran Bretaña un cineasta como Russ Meyer le daba un tono trash e irónico al género.
En tiempos como los actuales en los que cualquiera puede acceder a cualquier tipo de contenido porno con solo un clic, quizá es difícil imaginar cómo era ese mundo en el que millones de personas hacían largas colas en los cines para ver escenas sexuales que hoy nos parecen ingenuas. En ese contexto, el “bellísimo” Tadzio/Andrésen se convirtió en un emblema contracultural al generar en el espectador una sensación perturbadora porque se trata de un menor y porque es un chico tan hermoso que podría ser una chica. El propio Visconti, sin embargo, insistió en que su película, donde más bien parece un ángel, no lo sexualizara para que el enamoramiento del viejo escritor al que interpreta Dirk Bogarde no tuviera un tono grotesco. Muerte en Venecia, la novela y su adaptación cinematográfica son en este caso ambas maravillosas, es una reflexión honda y devastadora sobre el paso del tiempo, la tragedia de un hombre que próximo a morir siente fascinación por esa vida que arranca mientras a él se le escurre de las manos.
Muerte en Venecia no erotiza a Tadzio pero lo canoniza como si fuera un Dios griego. Y luego, claro, los medios de comunicación de la época, adictos a esa influencia erotizante que recorría el mundo y creó muchas fortunas, rentabilizaron su poderosa imagen en lo que sería el inicio de una sexualización definitiva del cuerpo masculino que en nuestros días forma parte de lo culturalmente establecido con esos gimnasios llenos y chavales depilados. Otro tanto hizo el propio Visconti, que al convertir a su criatura más que en un personaje de carne y hueso en un mito, cosificó al pobre Andrésen, un chaval que no estaba preparado para la mirada inquisitiva de un cineasta obsesionado con una belleza efímera que se le escapaba, incapaz de comprender lógicamente el significado que se le daba a su propia imagen. Esa condición de icono, de ser “no real” que encarna una idea queda clara con su éxito en Japón, donde el manga se inspiró en él para crear una idealización de lo que veían como el “occidental perfecto”.
En el documental conocemos la “tragedia” de Andrésen, ese hombre que se hizo rico y famoso a corta edad para luego ser devorado por los leones. La mitología del “juguete roto” forma parte de la propia idiosincrasia del cine como medio de masas. Ha habido muchísimos: de Tatum O’Neal a River Phoenix pasando por Joselito o El Jaro de Eloy de la Iglesia. En este caso, vemos a un chaval que no sabe gestionar el circo que se forma a su alrededor por no poseer la madurez suficiente pero también traumatizado por la tragedia de su madre, una mujer valiosa y con talento que terminó su vida víctima de una profunda demencia. Las cosas se complican para el propio Andrésen cuando fallece su pequeño hijo varón y cae en una depresión que empeora con su adicción a las drogas.
Dirigido por Kristina Lindstrom y Kristian Peri, El chico más bello del mundo es un documental apasionante por lo que tiene de inmersión en una película fundamental de la historia del cine como Muerte en Venecia, por su retrato de una época que hoy parece decimonónica y de indagación en la propia psique torturada del actor. Conocemos a un sesentón bohemio y desastroso que está a punto de ser desahuciado por su impuntualidad en el pago y por su suciedad, un tipo que por momentos parece que lucha por la vida pero en otros parece totalmente derrotado y abandonado. Hay destellos de verdadera humanidad en un trabajo que cobra singular importancia en estos tiempos de hipersexualización colectiva en el que los propios adolescentes parecen ansiosos por convertirse en famosos y sex symbols antes de tiempo.