¿Se puede ser feliz en una guerra? O mejor dicho, ¿pueden dejar de jugar los niños por mucho que los rodee la destrucción y las desdichas? Hijo de inmigrantes andaluces, Manu Gómez (Gipuzkoa, 1973) tenía doce años, como los jóvenes protagonistas de su película, en ese convulso año 85 en el que ETA mató a más gente que nunca. Muertos en los cementerios y tensión en unas calles dominadas por completo por los radicales. Vista con los ojos de hoy, la Euskadi de aquella época parece casi un escenario de guerra. La particularidad de la película es que lo vemos desde el punto de vista de unos niños que solo quieren jugar, como todos los niños.
“Es el conjunto de un montón de recuerdos -recuerda Gómez-. Soy hijo y producto de la inmigración granadina. Soy un ciclista frustrado, el típico niño que se autolesionaba y lloraba a solas en su habitación. El ciclismo en Euskadi es religión y yo era un inútil. Sueño a veces con aquella época, hay un sueño que se repite mucho y es llegar a meta y que no haya nadie”. Aun en pantalla, Daniel Monzón recrea con convicción en Las leyes de la frontera el final de los 70 en Girona. Aquí, la cuidada ambientación nos conduce a un mundo violento pero también marcado por otros fetiches de la época como los videoclubs o el Un, dos, tres los viernes por la noche en la tele.
La afición por el ciclismo es una vía de escape para Marcos (Asier Flores), un chaval que sufre por su desafortunada trayectoria como ciclista mientras sus padres se desesperan porque no tienen dinero para irse de vacaciones. Peor lo tienen sus amigos (Aitor Calderón, Miguel Rivera y Hugo García), reflejo de las tragedias que asolaban la época como la expansión del SIDA, la adicción a la heroína o la tragedia de esos chavales vascos que acabaron enredados en ETA convertidos en unos asesinos y condenados a pasar media vida en la cárcel o morir prematuramente. La otra cara es la alegría de esos niños: “Con respeto, no cambio mi niñez por este mundo de las consolas y de las pantallas. Y eso que era mucho más peligroso, en muchos casos estamos vivos de milagro”.
Hace poco, la serie Patria abordaba la misma época desde una perspectiva mucho más dramática y Maixabel, de Icíar Bollaín, aun en cines, ahonda en las secuelas de la barbarie. Gómez opta por un tono de fábula en el que el tradicional “coming of age”, con sus amores prematuros, sus nervios a flor de piel y la camaradería con los amigos propia de la época, se mezclan con ese contexto político y social endiablado. “La película es un poco como la vida, donde el drama y la comedia van prácticamente unidos. Trata sobre la amistad y los sueños rotos y también es un homenaje a esa generación de españoles que tuvo que viajar para tener un plato de comida en la mesa. Aparece ese entorno de los años 80 pero no quería una radiografía social. Me imagino que los niños que crecieron en Belfast también tuvieron una infancia”.
Los hermanos mayores de los niños protagonizan sendos dramas que definen ese tiempo. Maserati (Aaron Piper) es un heroinómano que se contagia de sida. “Lamentablemente fue muy común. La droga arrasó con todo, recuerdo ver cadáveres andantes de la noche a la mañana. Lo de la heroína fue una pasada, íbamos a beber agua a la fuente del frontón y estaba llena de jeringuillas. Por todas partes veías a chavales esnifando cola de zapatero, pegamento, eso era constante. Fue uno de los impulsos para escribir la película. De todos modos no quería que fuera una película triste porque no éramos unos niños deprimidos, había una necesidad imperiosa de ser feliz”.
En otro caso, el de Félix (Yon González) vemos a un chaval hijo de inmigrantes andaluces que acaba formando parte de ETA. Una aparente paradoja que Gómez explica así: “Pasa un poco por una especie de integración por la vía rápida. Si miras la lista de activistas de ETA, maquetos había un montón. En los pueblos todos nos conocíamos y era una forma de hacerse perdonar esa procedencia foránea, con padres extremeños o andaluces. Ganabas puntos si tenías ese carnet que se daba por ir a una manifestación, eso te proporcionaba un estatus”.