'El contador de cartas': redención, culpa, venganza
Paul Schrader borda un thriller psicológico sobre un jugador de póker con síndrome de estrés post traumático tras haber participado en las torturas de Abu Ghraib en Irak
29 diciembre, 2021 08:51Cineasta en el sentido más noble de la palabra, Paul Schrader (Michigan, 1946) fue el hombre que cambió el cine para siempre junto a Martin Scorsese en aquella portentosa Taxi Driver (1976). El mundo lo conoció como guionista de una obra maestra, una de esas pocas películas que logran tener un impacto cultural disruptivo, como se dice ahora. Travis Bickle (Robert De Niro), el taxista de Nueva York traumatizado por los horrores vividos en Vietnam, se parece mucho al William Tell (Oscar Isaac) de esta soberbia El contador de cartas, la mejor película del director desde los tiempos de Aflicción (1997).
Tell, nombre en clave que utiliza en el mundo del póker, es un ex marine estadounidense que arrastra un insoportable sentido de culpa por haber torturado a prisioneros durante la guerra de Irak en aquella infame cárcel de Abu Ghraib. A la culpa le suma la rabia porque sus superiores, quienes dieron las órdenes, no solo han salido impunes sino que se han enriquecido trabajando como contratistas para el gobierno de Estados Unidos. Solo castigaron a los que salen en la foto, como se repite varias veces en el filme, y el pobre Tell tuvo esa mala suerte.
Director aficionado a los mitos, el de Guillermo Tell flota por toda la película. Se trata de una leyenda del siglo XIV sobre un suizo diestro con las armas castigado a apuntar con una ballesta a una manzana sobre la cabeza de su propio hijo, so pena de que mueran ambos si no acierta. Es el mito fundacional de ese país como símbolo de la resistencia de los helvéticos contra la casa de Habsburgo. A Schrader le interesa la segunda parte de la historia, después de partir la manzana, Tell fue castigado igualmente por su insolencia, logró huir y al final se vengó del gobernador que le impuso semejante reto y dominaba el país mediante la tiranía.
En este caso, el ex marine del ejército de Estados Unidos, se incorpora a una larga lista de personajes masculinos torturados, especialidad de Schrader, que sigue siendo el gran explorador de la psique masculina. Al desquiciado Bickle habría que añadirle, entre otros, al desamparado chapero de American Gigoló (1980) interpretado por Richard Gere, el fanático y obsesivo Mishima (Ken Ogata) de la película homónima de 1985, el sheriff acomplejado por las humillaciones de su padre (Nick Nolte) de Aflicción (1997) o el Ethan Hawke de El reverendo (2017), un tipo que se radicaliza angustiado por el dolor de la muerte de su hijo en Irak.
El sentido de culpa
Dice el tópico que todos los artistas pintan siempre el mismo cuadro y la realidad es que Schrader da lo mejor de sí mismo con sus retratos de mentes torturadas masculinas. La redención, la culpa y el perdón son los tres elementos sobre los oscila una filmografía en la que se muestra la más cruda intimidad de los personajes. Si hay algún artista del pasado con el que enlaza Schrader es con Dostoievski, maestro supremo a la hora de indagar en los meandros de la culpa. Tell no es un personaje muy distinto al Raskolnikov de Crimen y castigo, ese tipo que acaba matando por una mezcla de arrogancia y pobreza para llegar a la comprensión purificadora de la maldad de sus actos.
Si en la novela el “castigo” y el amor de su familia redimen al protagonista, en El contador de cartas el torturado Tell se siente cómodo en la cárcel y cree que la mancha de su culpa no se ha borrado. Los viajes de ambos personajes son muy distintos. El ruso acaba comprendiendo las consecuencias fatales de la petulancia y el solipsismo, el ex marine se angustia ante la debilidad de su carácter y el descubrimiento de una oscuridad que no creía posible, con lo cual a la culpa se suma la vergüenza y angustia en el alma de no conocerse a sí mismo. La forma de redimirse será muy diferente, en el mundo de Dostoievski un asesinato siempre es inexcusable, en el de Schrader no está tan clara cuál es la línea que separa la venganza de la justicia. ¿Fue Guillermo Tell un libertador o un terrorista?
Como el propio Scorsese, quien aquí ejerce de productor, Schrader creció en un mundo muy marcado por la religiosidad. Dice la leyenda que el director, hijo de padres calvinistas estrictos, no vio una película hasta los 17 años (por cierto, Un sabio en las nubes, de Disney, que no le gustó). Ese puritanismo de su infancia, marca su filmografía de una manera evidente: “A nuestra sociedad no le gusta responsabilizarse por nada”, ha dicho el director comentando El contador de cartas, “pero yo vengo de una cultura en la que uno se responsabilizaba por todo. Llegas al mundo empapado de culpa y por el camino solo te vas sintiendo más culpable”.
El hijo de calvinistas llama a sus películas sobre la psique masculina “dramas de hombres encerrados en una habitación”. Los tiempos han cambiado y Tell es un personaje del siglo XXI. Si el taxista neoyorquino de Robert De Niro padecía por su incapacidad absoluta para expresar sus emociones, aquí vemos a un tahúr que vive en un mundo en el que los hombres pueden mostrar sus flaquezas sin sentir tan atacada su virilidad. Un mundo, sin embargo, también mucho menos permisivo con la violencia y mucho más consciente sobre su brutalidad. Lo que aterra al protagonista no es solo la culpa, es también el descubrimiento del hombre que ha llegado a ser, por lo que a ésta habría que añadirle la vergüenza y el terror por no saber cuál es su verdadera naturaleza.
El problema que refleja el filme, el estrés post traumático, es muy real y los números aterran. Solo entre 2013 y 2019 se suicidaron 45.000 militares estadounidenses (de un total de unos tres millones), una cifra impresionante que provocó una inversión de mil millones de dólares por parte del Pentágono para encarar el problema de salud mental entre sus filas. En la película, Schrader refleja esas dolorosas secuelas mediante pequeños gestos como ese tic en el párpado del protagonista.
Tipos solitarios rotos por dentro
Como síntoma del aislamiento emocional del personaje, ese tipo “encerrado en una habitación”, los casinos de la película se convierten en lugares tan asfixiantes y opresivos como el celebre taxi de los 70. Son, eso sí, personajes muy distintos, del histrionismo excéntrico de Bickle al hermetismo de Tell. Schrader convierte a su personaje en un jugador de póker inexpresivo y solitario. En perpetua huida de sí mismo, de partida en partida recorriendo Estados Unidos, este jugador de cartas tiene reminiscencias no solo del clásico individualista atormentado de la narrativa americana, también de su rica tradición en películas sobre apostadores.
En un momento del metraje, en una de esas referencias metanarrativas que tanto le gustan a Schrader, se hace referencia (por comparación negativa) a dos personajes de El buscavidas (Robert Rossen, 1961) en la que Paul Newman encarnaba ese mito del pícaro sin estudios pero con la suficiente astucia para hacerse rico igualmente.
Las mesas de billar de Rossen huelen a sudor de tipos que necesitan una ducha y colillas sin recoger, el director no oculta la sordidez de esos antros pero la peripecia de Newman no carece de cierto heroísmo. Los casinos de El contador de cartas son totalmente deprimentes. Frente al mito del working class hero de aquel, el “contador de cartas” no juega a póker para enriquecerse ni para llegar a ninguna parte, el juego no es una palanca, es una tumba, un lugar en el que refugiarse en un mundo en el que la norma es esconder las emociones para ganar la partida. En los casinos de la película no hay damas glamurosas como en los de Monte Carlo en Rebecca (Alfred Hitchcock, 1942) ni pasiones truculentas con gángsters de por medio como en las películas de Scorsese, tampoco tienen el encanto de los bajos fondos de Rossen. Con una fotografía de colores saturados y grano al estilo de los grandes dramas morales de los 70, este Tell no está muy lejos de otro personaje clásico de Newman como el abogado de Veredicto final (Sidney Lumet, 1982) y Schrader nos presenta un mundo no tanto cutre como triste y sórdido, de una pulcritud espectral.
“Al reflexionar sobre el hecho de sentarse cada día delante de una mesa de póker o una máquina tragaperras me di cuenta de que es algo como de zombis, parece un purgatorio", ha dicho el director. "Cuando ves anuncios de casinos ves a personas riéndose pero en realidad son lugares sombríos. En las máquinas tragaperras de hoy ni siquiera hace falta apretar una manivela, simplemente te sientas y los números ruedan”. Vemos esa América de lobbies de hotel con moquetas interminables, bares con tipos solos apostados a la barra y habitaciones grandes de otras películas sobre la soledad estadounidense como Atlantic City (Louis Malle, 1980), donde también veíamos de una manera desangelada y desmitificadora el mundo del juego o Up in the Air (Jason Reitman, 2009), en la que Clooney daba vida a ese tipo tan contemporáneo que se pasa la vida de aeropuerto en aeropuerto. La magnífica música de Robert Levon Been, miembro de Black Rebel Motorcyle Club, en la que la percusión crea un ruidismo fantasmagórico, contribuye a fabricar esa imagen de los centros de apuestas como epítomes de la decadencia de Occidente.
En busca de la redención
En El contador de cartas, Schrader reproduce el conocido esquema del “viejo amargado” confrontado al joven que le devuelve alguna esperanza. Si Bickle trata de redimir sus pecados de guerra salvando a una prostituta adolescente (Jodie Foster) de las calles, este “contador de cartas” atormentado cree encontrar una forma de perdonarse ayudando al hijo huérfano de otro ex marine en Irak que, como él, acabó pagando por las torturas para que el Gobierno de Estados Unidos cubriera el expediente mientras de tapadillo premiaba a los verdaderos responsables.
En este caso, esa figura redentora la encarna ese Cirk (Tye Sheridan) que quiere vengarse a toda costa de un ex oficial al que culpa de las desgracias de su padre (interpretado por Willem Dafoe). En su frustración, es donde la metáfora de Guillermo Tell cobra su pleno significado y donde Schrader busca no tanto el drama moral rotundo, sino que a diferencia de la inmortal novela de Dostoievski, nos plantea una situación mucho más ambigua presentando la idea, mucho más perturbadora, de que algunos asesinatos, como la rebelión del suizo contra los Habsburgo, pueden ser justos. Ese último plano, con referencias obvias a la Capilla Sixtina de Miguel Angel, aporta un poco de luz en un drama más bien oscuro. “Por mucho que mis personajes pasen un infierno, me gusta darles algún tipo de escapatoria”, asegura Schrader. Hay que reconocer que a veces no se nota.