Si hay una figura definitoria de la segunda mitad del siglo XX, es sin duda la de Pier Paolo Pasolini. Todas las constantes de ese periodo y sus profundas contradicciones, todo cuanto supuso la crisis cultural sobrevenida en la Italia de la década de los 60, y en el conjunto de Europa, se resumen en la personalidad de este “marxista y católico echado a perder”, como le gustaba definirse. Poeta, novelista, dramaturgo, ensayista, polémico por excelencia en sus actitudes cívicas, incluso dibujante y pintor, sin embargo su nombre sería conocido básicamente por el cine. Un medio, “un lenguaje” diría él, al que aportó una docena de largometrajes de ficción, además de episodios para filmes diversos, cortometrajes, guiones e incluso trabajos como actor.
“Durante el rodaje de su primera película, Accattone, Pasolini se descubrió inventando el cine, con la furia y la naturalidad de quien, teniendo entre sus manos un nuevo instrumento expresivo, no puede dejar de adueñarse de él totalmente, anular su historia, darle nuevos orígenes, beber de su esencia como en un sacrificio. Yo era su testigo”. Y lo era Bernardo Bertolucci porque fue su discípulo y el ayudante de dirección de aquella “opera prima” pasoliniana de 1961, cuando le veía como un Griffith de su tiempo. Quizá no era para tanto, pero el ahora cineasta sí quería resucitar aquel neorrealismo que tanto le impactó en las sesiones de cine-club de su Bolonia natal, cuando se quedó fascinado por Roma, città aperta o Ladrón de bicicletas.
Desde ese momento, Pasolini se batiría a cuerpo descubierto con la noción de realidad y de cómo afrontarla para ser fiel lo más posible a ella. “El cine es, a través de la reproducción de la realidad, el momento escrito de esa realidad”, sostuvo con firmeza, igual que mantuvo que “solo hay una cosa esencial en una buena película: el hecho de que en la pantalla pase algo real”. Pero no nos equivoquemos, en un autor tan exigente consigo mismo, ese desafío que le planteaba la realidad no se tradujo en un realismo plano ni en un naturalismo costumbrista. Tampoco en Mamma Roma, su segunda película, que seguía senderos similares a Accattone en su descripción del subproletariado y que nos regaló una interpretación memorable de Anna Magnani, pese a las desavenencias que director y actriz mantuvieron.
Dos ideas básicas considero que contribuyen de forma decisiva a que Pasolini trascienda tal noción de realismo: un sentido de la espiritualidad, “cuasi” religiosa, que se expresa en el destino de personajes como el hijo de Mamma Roma o, por supuesto, el Cristo de El Evangelio según Mateo (que la censura española santificó en el título), así como en su frecuente utilización de música sacra para acompañar imágenes descarnadas. La otra idea se centraría en su defensa apasionada del “cine de poesía”, entendiendo como tal el que privilegia el estilo frente a un “cine de prosa”, donde el protagonismo corresponde a la narración, al relato.
De ahí que, desde ambos conceptos, no resulte extraño que dentro de sus deseos continuos de emprender nuevos caminos en busca de la realidad, recurriera o bien al mito clásico en Edipo, el hijo de la fortuna (1967) y Medea, de dos años después; o bien a la parábola de carácter social, caso de Teorema, una de sus obras clave, con la que logró su primer éxito de público, y Porcile, su filme más oscuro e impenetrable, realizados cuando la década iba finalizando. Precedidas por otras parábolas aparentemente más ligeras pero no menos ideológicas, como Pajaritos y pajarracos y sus episodios epígonos La Terra vista dalla Luna y Che cosa sono le nuvole?, donde enlazaba con la tradición popular gracias a la figura emblemática de Totò y la mezclaba con el juego interpretativo de Ninetto Davoli, su actor fetiche.
Entre título y título de ficción y bajo su principio, acertado, de que “el documental es siempre subjetivo”, Pasolini va desgranando una serie de trabajos de mayor o menor dimensión. Surgirán así Comizi d’amore, en 1964, sobre los hábitos sexuales de los italianos; su cuaderno de notas a propósito de localizaciones en Palestina, Sopralluoghi in Palestina; o los Appunti referidos a la India y África, este último en busca de escenarios para la tragedia de Esquilo (Appunti per un’Orestiade africana, en 1970). Siempre con una sempiterna preocupación por el entonces llamado “Tercer Mundo”, que consideraba tan cercano a sus queridos suburbios romanos, en contraposición al incesante consumismo que veía apoderarse de Occidente.
Llega un nuevo giro en la trayectoria pasoliniana al adentrarse en la Trilogía de la Vida, que compusieron El Decamerón, I racconti di Canterbury y Las mil y una noches entre 1971 y 1974, con un Pasolini también frente a la cámara para encarnar a un discípulo del Giotto o al mismísimo Geoffrey Chaucer, autor de la segunda de estas obras. Pasamos aquí de Tánatos a Eros, en una celebración del erotismo, el sexo y, en definitiva, la alegría de vivir pese a los peores amenazas interiores y exteriores. El primitivismo, casi la ingenuidad primigenia de Pasolini al llevarlas a la pantalla, caracteriza una trilogía que causó no pocos debates e incluso escándalos un tanto farisaicos.
Como no podía ser menos, acabó abjurando de ella y, en una radical vuelta de tuerca, se lanzó a un filme marcado por la desesperación y la más absoluta negrura: Saló o los 120 días de Sodoma, adaptando el texto y el espíritu del Marqués de Sade a la República ideada por el fascismo italiano, en la que la realidad era pura apariencia fantasmagórica. Regresemos a Bertolucci para finalizar, cuando, al referirse a su mentor, hablaba de que “sus metamorfosis no conocieron pausa alguna. Pasó de la sagrada frontalidad de su estilo primitivo al manierismo desagarrado y docto de su propio lenguaje, hasta llegar a las visiones atroces y sublimes de Saló”. Fue así Pasolini un cineasta irrepetible, cerrado en sí mismo, testigo privilegiado de una época convulsa que acabaría incluso con su propia vida.