Carla Simón (Barcelona, 1986) es, a sus 35 años, historia con mayúsculas de nuestro cine. Con su segunda película, Alcarràs, ha logrado el Oso de Oro de la Berlinale, un premio que ningún director español había recibido desde Mario Camus por La colmena en 1983. “Me costó mucho creerlo porque llegamos a Berlín con la película recién acabada y todo fue muy rápido”, explica la directora. “No sabía cómo la iba a recibir el público y la mayor satisfacción fue darme cuenta de que habíamos hecho la película que queríamos y que a la gente le llegaba”.
Alcarràs, que es también el nombre de una pequeña localidad de Lleida que sirve de escenario al filme, narra la historia de una familia numerosa de agricultores del melocotón, interpretados por actores no profesionales, que realizan durante un caluroso verano la última cosecha, antes de que el dueño de las tierras plante en ellas placas solares. Se estrena este viernes.
Pregunta. Sorprende que un filme en catalán, con un sabor tan local, sea una coproducción con capital italiano. ¿Cómo surgió esta colaboración?
Respuesta. El dinero de aquí para una película independiente siempre va muy justo, y te tienes que plantear ciertas renuncias. Un proyecto como Alcarràs requiere mucha preparación: un año de casting, muchos ensayos… Al final, hay que invertir en tiempo para que las cosas estén en su sitio. Necesitábamos más dinero y por eso nos abrimos a la coproducción, también porque es un sistema que pensamos que funciona. Ha sido muy revelador contar con un presupuesto holgado, se nota en el alcance que ha tenido la película.
“El tema de la colocación de la cámara adquirió tintes filosóficos para favorecer a los personajes”
P. Ha compartido la escritura del guion con Arnau Villaró. ¿Cómo fue el trabajo?
R. Empecé a escribir en solitario, pero me di cuenta de que había algo de ese mundo que me faltaba, por más que mis tíos fueran de Alcarràs y cultiven melocotones. Arnau es de Bellvís, que está a 20 minutos de Alcarràs, y sus padres sí son agricultores. Él nunca había escrito un guion, pero nos conocemos desde la universidad y fue mi mano derecha en Verano 1993 (2017). Hice un primer tratamiento y, a partir de ahí, empezamos a trabajar juntos. Es una película muy compleja a nivel narrativo por la coralidad y era muy útil tener dos cerebros para detectar algunos hilos que se contradecían.
P. ¿Hacia donde querían llevar la parte dramática?
R. No queríamos que fuese un culebrón, aunque aceptamos la posibilidad de hacer un culebrón de autor. En realidad, todo depende de cómo cuentes la historia. Huimos siempre de lo explícito, sobre todo en las conversaciones, es algo a lo que le tengo alergia. Pero es difícil narrar con sutileza cuando hay tantos personajes involucrados y cada uno de ellos tiene poco tiempo en pantalla.
P. ¿Le sirvió alguna película como referencia?
R. Hay muchos tipos de coralidad y teníamos claro que la de Berlanga o la de Renoir, que nos encantan, no nos encajaban. Una gran referencia fue El árbol de los zuecos (1978), del director italiano Ermanno Olmi, que trata sobre cuatro familias de agricultores. Olmi estructura la narración por bloques y tiene una idea de relevo entre los personajes a través de las emociones que nos sirvió como guía en la escritura, en el rodaje y en el montaje. La ciénaga (2001), de Lucrecia Martel, también tiene esa coralidad.
P. ¿De qué manera trabajó con los actores?
R. Busqué actores que se parecieran a los personajes que había escrito, pero cada uno era de su padre y de su madre. Había que formar una familia, así que alquilé una casa en Lleida para trabajar con ellos. Durante tres meses estuvimos creando esas relaciones, y solo entonces hicimos una única lectura conjunta del guion, porque no quería que se aprendieran los diálogos. Ya en el rodaje yo hablaba durante las tomas, y si quería que un actor dijera alguna cosa concreta se la lanzaba. Pero siempre con un margen de improvisación.
P. ¿Fue complicado manejar tantos puntos de vista?
R. El tema de la colocación de la cámara adquirió tintes casi filosóficos, porque queríamos situarla siempre a favor de los personajes. Alcarràs es un sitio que invita a filmarlo de manera poética, sobre todo si eres forastero. Pero teníamos que frenarnos porque nuestros personajes no lo idealizan. Había que quedarse con la emoción del personaje y no buscar el preciosismo. A veces no pasa nada por filmar lo feo.
P. ¿Qué ideas llevó a la sala de montaje?
R. En broma decíamos que era una película de acción, que el ritmo tenía que ser trepidante, aunque nos pudiésemos entretener en un momento dado.
P. La película acaba teniendo una importante carga política. ¿Fue intencionado?
R. Trabajo tan en pequeño, en los gestos y en los personajes, que a veces me olvido de que las películas están vivas. Esa vertiente política se hizo mucho más presente de lo que esperábamos, aunque siempre hubo esa intención de contar lo que ocurre con la agricultura. Llegamos a plantearnos quitar la escena de la manifestación y ahora me parece crucial. Además, al principio teníamos la idea de acabar con un final feliz, pero después de hablar con la gente de Alcarràs nos dimos cuenta de que todos eran muy pesimistas.