No está muy claro que exista una realidad paralela en la que sigamos siendo nosotros mismos pero en circunstancias distintas, como propone esta Doctor Strange en el multiverso de la locura, pero desde luego Marvel ha logrado crear un mundo propio. Un mundo tan atractivo para su legión de fans como algo desconcertante para quienes no somos devotos. En esta nueva entrega de la interminable saga “marveliana”, además del Doctor Strange (interpretado como en la primera parte por Benedict Cumberbatch) aparece la Bruja Escarlata (Elizabeth Olsen), una mala “no tan mala” que llega con trauma incluido (su caída a los infiernos se narró en la reciente serie WandaVision, distribuida por el canal digital de Disney) y otros Vengadores como Spider-Man, quien ya cruzó a una dimensión desconocida en una película de animación de 2018.
El mundo tal y como lo conocemos ya no es suficiente ni para Mark Zuckerberg y su “metaverso” ni para la gran industria de Hollywood, siempre dispuesta a expandir su asombrosa capacidad para crear realidades digitales. En Doctor Strange en el multiverso de la locura parece que la intención de Sam Raimi, cuya pericia para la fantasia queda algo deslucida por el espídico montaje, es dejar atónito al espectador una y otra vez. Llega un punto en el filme en el que es mejor dejar de buscar un sentido narrativo o dramático al constante viaje entre dimensiones y, simplemente, disfrutar del espectáculo. Eso sí, intentando marearse lo menos posible.
Cineasta forjado en el cine de género de los 80, Raimi logró crear películas de terror muy personales cuando los códigos del mainstream sufrían una revisión de lo más gamberra, en una época en la que se disfrutaba con la explotación de la violencia y lo sangriento. Lo vemos ya en su primera película, Posesión infernal (1981), en la que uno casi se “alegra” de que se carguen a esos jovencitos insidiosos, para ir puliendo su “mensaje” en dos secuelas donde continúa mezclando comedia y vísceras en una exaltación del terror como género punk. Raimi no plantea la eterna lucha del bien contra el mal, o el juego del agresor y la víctima, sino que nos propone que nos divirtamos y de esta manera, también gocemos al dar rienda suelta a nuestros propios instintos asesinos.
Cual Roger Corman, el primer Raimi no solo se oponía al Hollywood mainstream celebrando la violencia, también usando las armas del cine de serie B, tradicionalmente denostado, con unas películas que destilaban un encantador aire de “amateurismo” en lo formal e incluso lo conceptual, lejos de los “grandes discursos” moralizantes. Todo cambió a partir de la sensacional Spider-Man (2002), en la que lograría un enorme éxito mundial de taquilla. Era una revisión del mito en clave pop en la que el cineasta mostraba su capacidad para hacer cine de estudio sin perder algunas de sus señas de identidad. Aun haría dos secuelas más. Desde entonces, será que se hizo muy rico, Raimi ha rodado mucho menos y siempre grandes producciones como en la ultracomercial Oz, un mundo de fantasía (2013) o ahora en esta Doctor Strange en el multiverso de la locura, donde prosigue la historia donde la dejó la primera parte, dirigida por Scott Derrickson.
Lo más probable es que la película haga las delicias de los fans del género de superhéroes y fantasía y deje frío a Martin Scorsese, quien opina que ninguno de esos blockbusters puede considerarse “cine”. Comienza con una secuencia de acción “in media res”, sin dar respiro, y a lo largo de más de dos horas lo que vemos es una trepidante, y por momentos agotadora, sucesión de secuencias a cual más espectacular en la que aparecen ninjas, monstruos alienígenas y Nueva York arrasado de diversas maneras. De fondo, el “drama” de esa Bruja Escarlata a la que han arrebatado su deseo más profundo, ser madre, y por eso se ha vuelto mala y vengativa. De multiverso en multiverso, se supone que también el director quiere reflexionar sobre la identidad y el propio concepto de locura, cosa que seguramente podría haber sido mas interesante si el filme diera al menos un segundo al espectador para preguntarse por lo que está viendo. Al final, lo que queda, es mucho ruido.