En la quinta jornada del festival se pudieron ver las nuevas propuestas de dos cineastas europeos con sendas Palmas de Oro en sus currículums. Dos cineastas, no en vano, opuestos en sus poéticas, su rigor y su forma de entender el cine: el rumano Cristian Mungiu (R.M.N) y el sueco Rubén Ostlünd (Triángulo de tristeza). Mientras Mungiu construye un certero alegato contra la xenofobia basada en la ignorancia y el resurgimiento de la extrema derecha en su país, el sueco despliega su mirada satírica por la epidermis de las injusticias del capitalismo salvaje y la sociedad de clases, con sus élites y sus parias, que apenas deja espacio para la ambigüedad o la reflexión. El discurso deslumbra como lo hacen los fuegos artificiales, que a pesar del fuego y el ruido apenas dejan rastro de su irrupción.
La puesta en escena característica de Mungiu y, en extensión, del llamado Nuevo Cine Rumano (el tratamiento del tiempo real en largos planos secuencia, el sentido antropológico de sus dramas sociales, el hiperrealismo de las interpretaciones y su entorno), ya dejó tiempo atrás de ser original, pero no por ello deja de asombrar por su maestría y coherencia. En un pequeño pueblo rural de la región de Transilvania, el extraordinario arranque del filme, en el que la mirada de espanto de un niño nos aterra aún más por la ausencia del contraplano (lo que ha visto), ya introduce la tensión y la expectativa del horror por venir en la mente del espectador. El retrato de Mungiu de su nación, como siempre en el autor de 4 meses, 3 semanas y 2 días, nace de una profunda necesidad de comprender las reacciones de sus personajes para a partir de ellos ofrecer una radiografía social, un retrato coral, que, en este caso, reacciona a la precariedad económica alienándose con los discursos populistas agresivos hacia la inmigración. El odio aflora entre los lugareños cuando la fábrica contrata a tres empleados de Sri Lanka para aplicar a unas ayudas europeas en el marco de sus políticas de inclusión social, hasta el clímax de una larga asamblea filmada en plano fijo donde se destapan los discursos del odio y la ignorancia hasta límites casi caricaturescos, pero que no dejan de responder a una realidad apreciable en todo el continente.
Un padre proletario en relación adúltera y abierta con una empresaria de la fábrica de repostería del pueblo son los hilos conductores del relato. De su relación, y también de la del padre con el hijo (a quien trata de transmitir unos valores de supervivencia), surgen los momentos más bellos en una atmósfera general de hostilidad y decadencia que no parece tener fondo, no tanto por la historia de amor y desamor que protagonizan los amantes (al compás de la composición de Shigeru Umebayashi para el filme Deseando amar), sino por los gestos de humanismo que lideran frente a las conductas colectivas de agresión y rechazo. Mungiu no ha perdido un ápice de su sensibilidad para convertir al espectador en privilegiado observador de todas las líneas de fuerza políticas, económicas, sociales, religiosas y familiares que circulan por la trama, elevando el microcosmos a la radiografía macrosocial, llevada con inteligencia y tensión, sino que lo ha convertido en un sello, un estilo, casi una suerte de fórmula, a la que en este caso, en un extraño final, lleva hacia una surreal alegoría de corte fantástico que no termina de cuajar, pero capaz de introducir algo de luz en este magistral y desesperanzado relato de la muerte del humanismo europeo.
Un discurso cómico de brochazos
Bajo la necesidad de epatar a toda costa, Ostlünd duplica su apuesta con otra sátira social en torno a las hipocresías y banalidades de la sociedad contemporánea. Si en The Square se trataba del arte contemporáneo y su supuesta burguesía intelectual, ahora en Triángulo de tristeza lleva su discurso cómico de brochazos y diseño al mundo de la moda y las jerarquías sociales. La fábula que presenta, divida en tres partes, ha levantado las carcajadas y los aplausos de público y prensa, especialmente en los momentos más brillantes del filme (un tramo central de veinte minutos a bordo de un crucero de lujo azotado por la tempestad), si bien el conjunto, muy estirado y con un tercer acto realmente ramplón, no se sostiene debido a su simplismo metafórico y, sobre todo, por la mirada de un director dispuesto a caricaturizar a todos sus personajes hasta convertirlos en grotescas figuras sin apenas conexión con la realidad. Se trata de un filme muy calculado para epatar hasta con aquellos cuyo pretendido discurso social se propone humillar y destruir.
El sustrato que recorre este “Triángulo de tristeza”, y que ocupa el centro de la primera secuencia entre la pareja de modelos que protagoniza el filme, es el dinero, es decir, el poder. Ostlünd lleva su propuesta hacia la caricatura y el brochazo escatológico, especialmente en el segundo bloque, colocando el filme siempre en una posición de superioridad respecto a sus personajes, que se multiplican entre otros en distintos perfiles que incluyen una señora de la limpieza, un ruso capitalista multimillonario y un capitán de barco socialista y dipsómano interpretado por Woody Harrelson, a quienes convierte no tanto en la fuente de su humor sino en la diana de sus burlas. El filme encuentra sus mejores momentos en algunos gags y en la puesta en escena de un hundimiento, que probablemente es lo mejor que ha filmado el sueco en su carrera. Triángulo de tristeza no es una gran película, pero si un trabajo muy eficaz, perfectamente diseñada en su transparencia y simplismo para no transitar por caminos ambivalentes, y por tanto no deja de ser un perfecto producto de nuestra banal era en la que el predicamento por lo falso ya se acepta, lamentablemente, como una virtud.
Thriller minucioso y laberíntico
La producción egipcia Boy From Heaven también compite por la Palma. Dirigida por Tarik Saleh, es un atípico noir que transcurre en la Universidad Al-Azar de El Cairo, centro académico islamista donde se maquinan las intrigas y conspiraciones que nombrarán al nuevo Imam cuando este abruptamente fallece al principio del filme. A sus instalaciones, becado por la academia, llega un joven pescador y brillante estudiante que se convertirá en una pieza esencial de esa maquinaria al infiltrarse en un grupo de yihadistas radicales que ambiciona el trono. La laberíntica trama deposita su peso en dos figuras, el estudiante Adam (Tawfeek Barhom) y el Coronel Ibrahim (Fares Fares), quien contrata al primero para el espionaje del aparato de seguridad del Gobierno, que quiere evitar a toda costa la radicalización de la cúpula islamista. El poder civil y el poder religioso, como en determinado momento explica Ibrahim, resultan inseparables en el estado egipcio. También sus corruptelas.
Cuando Adam ingresa en la universidad escucha unas palabras proféticas: “Tu alma todavía es pura, pero cada segundo en este lugar te corromperá”. Arranca entonces un thriller minucioso y laberíntico, que remite a endiabladas tramas de poder en las que engaños y traiciones son la tónica común que hace avanzar el relato, pero que finalmente resultan satisfactorias en su resolución. Saleh demuestra el pulso necesario para sostener el excelente guion siempre en tensión, envolviéndolo de una atmósfera y un entorno atípico en el género, rodada en scope para capturar la vibración en las calles de El Cairo y los grupúsculos en la plaza universitaria. Saleh es un cineasta suizo-egipcio que realizó el filme The Nile Hilton Incident (2017) sobre la corrupción en Egipto, y que en cierto modo atizó las revueltas de la primavera árabe en la plaza Tahir. Este nuevo filme, desde su postura claramente anticlerical, también nace con una vocación intervencionista, poniendo en contraste el espectáculo de la fe con una realidad secreta de hipocresía y podredumbre gubernamental.