El cine ha tratado en numerosas ocasiones la cuestión de los peligros del aislamiento como resultado del odio o el desprecio, sino legítimo al menos comprensible, al mundo. La idea siempre es similar, frente a la inquinidad de una sociedad podrida, los protagonistas fundarán una sociedad nueva que superará esos defectos. Lo vemos en Hanna y sus hermanas (Woody Allen, 1986), con ese Max Von Sydow en la piel de un artista tiránico que considera el mundo un lugar sucio y desagradable y tiraniza a su joven amante para que no se “contamine” con él. En La playa (Danny Boyle, 2000), Leonardo DiCaprio busca el paraíso en Tailandia para acabar encontrando el infierno. Y en El bosque (M. Night Shyamalan, 2004), unos liberales de clase alta buscan la manera de apartarse de seres menos inteligentes y refinados que ellos.
El personaje más cercano al protagonista de esta Costa Brava, Líbano seguramente es ese doctor al que da vida Harrison Ford en La costa de los mosquitos (Peter Weir, 1986), un tipo que arrastra a su familia a la mitad de la jungla para que no se corrompan con la sociedad consumista occidental. Con maestría y brutalidad también lo cuenta el griego Yorgos Lanthimos en Canino (2009), apabullante metáfora sobre la familia como forma de prisión. En este caso, Walid (Saleh Bakri) ha aislado a su familia en una casa de campo, deprimido e indignado por los males interminables de ese Líbano tortuoso y mortal que nunca levanta cabeza.
Junto a él, en su progresiva paranoia, su esposa (la célebre actriz y directora Nadine Labaki), la abuela y sus dos hijas, que asisten atónitas al desmoronamiento de la familia. La conclusión en estas películas no solo suele ser que el paraíso no existe, también que en último término es imposible apartarse del todo de un mundo cruel que tarde o temprano aparecerá. En este caso, lo hace en forma de máquinas excavadoras cuando el Gobierno expropia terrenos colindantes para construir un vertedero supuestamente ecológico. En uno de los países con mayor corrupción y menos libertad del mundo, todo ello resulta, claro, exasperante.
El hecho de que la laureada Clara Roquet (Libertad) haya co-escrito el guión junto a Labaki o que Carlos Marqués-Marcet haya sido el comontador, a sumar ese “Costa Brava” del título, puede hacer pensar que existe más allá de esa colaboración artística algún tipo de conexión con Cataluña en la trama. No existe. Lo que vemos es cómo el pobre Walid cada día está más desesperado porque en Líbano ni siquiera es posible esconderse en el rincón más apartado. En algunas de las películas mencionadas hay poca piedad con esos fanáticos, en Costa Brava, Líbano el protagonista es un buen tipo que a base de palos se ha envilecido.
Con una fotografía esmerada y atención al sonido, Akl logra recrear de una manera sensual ese Líbano enloquecido pero también bellísimo y singular. Al final, Costa Brava, Líbano acaba siendo un muy digno drama familiar en el que se defiende la resistencia íntima, el no dejarse doblegar, como única forma de enfrentarse al sinsentido.