Los 100 de Juan Antonio Bardem: imágenes para un tiempo de sombras
El director impulsó una manera de retratar críticamente la realidad social y política del franquismo, inspirado sobre todo por el neorrealismo italiano. Con ocasión de su centenario, recorremos el conjunto de su filmografía
28 mayo, 2022 02:42Noticias relacionadas
Ahora, cuando llegamos al centenario del nacimiento de Juan Antonio Bardem, el 2 de junio de 1922, es el momento de regresar a él y a su obra. No tanto con homenajes, que de poco sirven, como con la revisión de una filmografía bien merecedora de ello, sobre todo si conseguimos alejarnos de los muchos y variados tópicos que la han acompañado.
Porque la valoración del trabajo de Bardem ha supuesto un carrusel de opiniones y juicios, tantas veces alejados de criterios cinematográficos y bañados por cuestiones políticas. De ser ensalzado en una primera etapa de su carrera, la de Cómicos (1954), Muerte de un ciclista (1955) y Calle Mayor (1956), de 1953 a 1956, momento en que los grandes festivales internacionales se disputaban y premiaban sus películas, hasta verse ninguneado a raíz de asumir encargos “alimenticios”, sobre todo desde la debacle económica de la productora Uninci, que Bardem presidía, tras la radical prohibición de Viridiana (1961), de Luis Buñuel, por parte del Gobierno español. Es entonces cuando resurgen contra él adjetivos despectivos en función de su militancia política, acusándole de haber hecho cine “al servicio del Partido Comunista”, al seguir sus consignas en unos filmes puramente “militantes” o “propagandísticos”. El síndrome anticomunista anidado en la sociedad española jugó siempre muy en su contra.
No bastaba con que asegurase en numerosas ocasiones que el Partido jamás se había inmiscuido en sus películas, incluso al abordar en 7 días de enero (1979) el atentado del 24 de enero de 1977 contra el despacho laboralista de Atocha, y que había gozado de libertad para hacer cuanto la censura y la industria le permitieran. A partir del impactante titular “Mort d’un Bardem” con que la revista francesa Arts recibió en 1959 la presencia de Sonatas (1959) en la Mostra de Venecia, se abrió la veda contra él, repitiéndose los juegos de palabras sobre sus títulos anteriores, como la de llamar “Calle Menor” a un filme tan valioso como Nunca pasa nada, (1963) que hiciese cuatro años después.
Para la crítica franquista, Bardem siempre había sido un enemigo a batir, sobre todo desde su participación en las Conversaciones de Salamanca de 1955, para las que elaboró aquel famoso pentagrama con el que quiso resumir la situación del cine español. Y más todavía sufrió las invectivas derechistas al ser detenido meses después en Palencia durante el rodaje de Calle Mayor, solo por su condición de intelectual de referencia dentro del antifranquismo. Paralelamente, la crítica de izquierdas se inclinaba por los “Nuevos Cines” que surgían por el mundo, incluido España, desde la eclosión de la Nouvelle Vague en 1959. Bardem ya no tenía quien le defendiera.
Incluso no se analizaba el trasfondo revulsivo que sobre el mundo taurino contenía A las cinco de la tarde (1961) en los albores de los 60, por qué poco después tenía que hacer Los inocentes (1963) en Argentina al prohibir la censura que se rodase aquí, o la profunda disección del asfixiante clima moral propiciado por el nacionalcatolicismo que albergaban las imágenes de la citada Nunca pasa nada. En 1964, el hecho de que Bardem se lance al fallido empeño internacional de Los pianos mecánicos (1965), basada en la novela de éxito de Henri-François Rey, provoca ya un pimpampum hostil que se prolongaría con películas ya poco o nada personales como El último día de la guerra (1969), Varietés (1970), remake de Cómicos a mayor gloria de Sara Montiel, La isla misteriosa (1972), La corrupción de Chris Miller (1972) o El poder del deseo (1975), llevadas ambas de la pretensión de ofrecer un perfil distinto de la figura de Marisol.
Sin duda, esta es la etapa más oscura y decepcionante de Bardem, motivada por la imposibilidad de llevar a término otros proyectos suyos más valiosos, la necesidad de mantener una familia bastante numerosa o, quizá por encima de todo, el deseo que siempre le obsesionó de no quedarse excluido de una industria tan competitiva como cainita. El éxito comercial de El puente en el 77, con un Alfredo Landa al que pretendía alejar de los estereotipos del “landismo”, aunque aprovechándose de ellos; o la urgencia y valentía con las que aborda 7 días de enero, pese a ser cuestionado por fijarse más en los asesinos que en las víctimas, suponen un repunte en su carrera. Como lo significaría el encargo de dirigir en Bulgaria la superproducción Advertencia (1982), sobre el líder comunista Georgi Dimitrov.
Triunfó con ella en el Festival checo de Karlovy Vary de 1982, como lo habían hecho antes El puente y 7 días de enero en el de Moscú. Pero como eran certámenes que se celebraban dentro del bloque soviético y Bardem era del PCE, nadie en España le concedió apenas importancia. A partir de ahí, serían los trabajos para televisión los que mejorasen su valoración profesional, ya fuera por su espléndido Jarabo (1985) para la serie La huella del crimen de TVE como por Lorca, muerte de un poeta (1987) en la misma cadena pública, que, sin embargo, no quiso financiar otra serie, El joven Picasso (1993), que sería asumida por sus colegas autonómicas. La despedida de Bardem del cine, en 1997, Resultado final, con Mar Flores de protagonista, mejor la olvidamos.
Pero hay que decir, alto y claro, que esa primera etapa de Cómicos, Muerte de un ciclista y Calle Mayor (en mi opinión, su obra maestra), que yo prolongaría hasta La venganza (1958) pese a la masacre cometida por la censura que incluso prohibió su nombre original, Los segadores, por si aludía al himno catalán, y obligó a retrotraer su acción hasta los años 30 en vez de los 50, sigue resultando impactante, está viva y refleja el pulso de un cineasta en pleno dominio de sus recursos expresivos. Se dijo ya entonces que se había inspirado “demasiado” en, respectivamente, Eva al desnudo (1950), Cronaca di un amore (1950) e I vitelloni (1953), como si fuera disparatado situarse cerca de Mankiewicz, Antonioni o Fellini. Junto a su fascinación por el mejor cine norteamericano, al que admiraba por su sentido narrativo y del ritmo, Bardem se sintió especialmente próximo de estos dos últimos colegas a raíz de las Semanas de Cine Italiano celebradas en Madrid y que deslumbraron no solo a él sino a numerosos jóvenes directores españoles del momento.
Además, ¿a qué autores o filmes españoles podría haber acudido Bardem en busca de referencias creativas? ¿Al cine acartonado del franquismo de los años 40, al que precisamente la nueva pareja de cineastas, “las dos B”, Berlanga y Bardem, detestaba y puso en solfa con la primera secuencia de Esa pareja feliz (1951), su entrada en el cine profesional? Era perfectamente lógico fijarse en nombres admirados de más allá de nuestras fronteras, cuyas películas muchas veces no lograban atravesar. Si toda la cultura española sufrió el aislacionismo de un Régimen represivo y autárquico, el cine no podía serlo menos, sino todo lo contrario debido a su carácter popular.
Bardem fue muy consciente de ello, y así hoy debemos apreciarlo y valorarlo en esos títulos básicos, pero no ya únicamente por su reflejo de un duro mundo de actrices y actores que tan bien conocía al ser familia de cómicos e hijo de dos de ellos, Matilde Muñoz Sampedro y Rafael Bardem; o por su denuncia de una burguesía hipócrita y cobarde; o por su descripción de un contexto provinciano que motivaba la crueldad contra una mujer soltera, en lo que ya Arniches incidiese con La señorita de Trevélez. Todo ello respondía a ese “cine social, crítico y comprometido con su tiempo”, que Bardem demandaba y que supone una especie de divisa de su trilogía fundamental. Pero también hay en estos filmes una notable búsqueda estética, una ambición expresiva en la composición del encuadre, el frecuente uso del plano-secuencia (no solo Berlanga los utilizaba), el juego dramático con la luz o ese sentido del ritmo que tanto le obsesionaba, aspectos que siguen vivos en las imágenes y que quizá hoy apreciemos mejor que entonces.
Por el contrario, lo que nos aleja en ocasiones de Bardem es su tentación hacia lo demostrativo, como si desconfiase de la capacidad del público para entender el significado de las historias, para apreciar en la pantalla la sugerencia por encima de la evidencia. Personajes como el cínico crítico de arte que interpretaba Carlos Casaravilla en Muerte de un ciclista o el escritor encarnado por Fernando Rey que trae la buena nueva de la “reconciliación nacional” en La venganza, hacen flaco favor a películas que no precisaban de tanta explicitud para narrar en profundidad cuanto deseaban.
Lo que no impide en absoluto que Juan Antonio Bardem continúe siendo un autor de referencia dentro de la historia del cine español. Debemos situarlo de esta manera si no queremos atender a modas casi siempre pasajeras y a vaivenes de una crítica que precisa a menudo de nombres nuevos a los que ensalzar para dejar en los cajones del pasado a otros que lo fueron en su momento, esa práctica tan habitual como injusta. No la empleemos contra quien ha dado títulos señeros a nuestro cine.