Al terminar los estudios de dirección en la Escuela de Cine de Madrid (EOC), lo primero que hacíamos los alumnos era tratar de obtener el carné de director, algo necesario, aunque ya estuvieras titulado. También lo intentaban los que se contrataban en los rodajes de manera más profesional, como auxiliares o ayudantes. En la sociedad jerarquizada de los sindicatos verticales del régimen franquista, el carné era necesario para poder ejercer la profesión. La documentación había que tramitarla en el Sindicato del Espectáculo. Así que el primer contacto con Juan Antonio Bardem de varias generaciones de directores fue allí, en un pequeño despacho del sindicato en el que estaba albergado el mítico director.
Juan Antonio había sido elegido democrática y abrumadoramente presidente de la sección de realizadores. Lo curioso del caso es que era bien sabida la afiliación de Bardem al Partido Comunista, por lo que las autoridades oscilaban respecto a él entre la desconfianza y las multas gubernativas. En cualquier caso, el director cuidaba de que nuestros primeros pasos en el cine fueran firmes, y también de que tuviéramos una buena cobertura profesional y legal. Porque la del cine era una profesión sospechosa en un país desconfiado. Equilibrios en el alambre, eso es lo que hacíamos todos. Así que, como digo, Bardem era algo más que un director de cine en la época de las primeras películas de Saura, de Patino, de Camus, de Borau. Aunque, por supuesto, también era el director de Calle Mayor y de Muerte de un ciclista. Pero sobre todo era algo que hoy sería difícil de entender: un poder paralelo ejercido desde la clandestinidad. Porque eso era lo que sucedía en la práctica. El largo camino hacia la democracia pasa, entre otros, por Juan Antonio Bardem y su actividad en las sucesivas asociaciones profesionales.
Con la llegada de una nueva generación de directores, a Juan Antonio Bardem no se le eclipsó el prestigio, pero digamos que se le congeló. Como traté bastante a Juan Antonio, puedo atestiguar que nunca se arrugó ante el hecho de que por entonces no figurara en la clasificación de los directores en candelero. No perdió la sonrisa –aquella sonrisa suya, tan melancólica como esperanzada– es más, si alguien lo alababa en alguna revista o en la tele, comentaba jocoso: “Vaya, parece que he vuelto a estar de moda”. Pero eso ya ocurría pocas veces. Lo que pocos conocen, fuera de la política y el cine, es su total entrega a la familia, su numerosa progenie de hijos, nietos, sobrinos, por los que se sentía un gran cariño. Y lo reseño aquí porque eso formaba parte muy importante en su vida, tanto como su actividad profesional. Y estaba mezclada con ella. Cuando sus camaradas aludíamos, con cierta sorna, a una de las frases más famosas de su película La venganza, en la que Fernando Rey proclamaba con voz profesoral: “Se me antoja que todos somos una gran familia”, y que se interpretaba como una consigna del Partido Comunista para su Política de la Reconciliación Nacional, era verdad. Pero también era verdad que el significado de la familia era profundo en Bardem.
A partir de la fecha en la que abandoné el PCE y me aparté de la política –tampoco es que nunca hubiera sido muy activo– dejé de ver a Bardem con la frecuencia de antes. Le prometí escribir una carta de despedida del PCE –guardo un buen recuerdo de la militancia y de los camaradas–, pero nunca la llegué a escribir. Era obvio que me iba porque, como ya les había dicho, yo no era leninista, ni el leninismo me parecía una política apropiada. Después de aquello, hice Sonámbulos, en la que la actividad política salía un tanto sonambulesca. Así que Juan Antonio me llamó a poco del estreno, y me dijo:
–Manolo, no hace falta que envíes la carta, ya hemos visto Sonámbulos.
Juan Antonio permaneció fiel a sus ideas con una constancia admirable. Y, ya viejo, siguió conservando aquella sonrisa joven y esperanzada.