Verano del 42 en una isla de la costa atlántica de los Estados Unidos. Los atolondrados quinceañeros Hermie, Oscy y Benjie corren despreocupados por una playa de arena gris, remontan cuerpo a tierra –imitando a los soldados que se baten el cobre en Europa y África– una duna llena de hierbas, matas y flores y permanecen agazapados cuando llegan a la cumbre. Durante unos segundos, espían a la pareja de la casa que corona el acantilado, treintañeros felices, morenos y rabiosamente guapos. Hermie los mira embobado, deteniéndose en la fisionomía de la mujer, sin sospechar que será ella quien borre para siempre la inocencia de su rostro.
Mientras esto sucede, el “terrible trío” (así se llaman entre ellos estos tres amigos del vecindario cuyas familias han decidido veranear en el mismo lugar) se dedica a ir de un lado para otro bajo un inestable cielo, a veces brillante y despejado, en ocasiones triste y lluvioso. Sin embargo, cuando sale el sol, la playa bulle y se llena de chicas con atrevidos bañadores que bailan los éxitos del Bill-board que reproduce una radio portátil. Las parejas se remozan en las toallas o comparten una Coca-cola, y un grupo de chicos juega al voleibol con una red improvisada.
El “terrible trío” observa desde la distancia y se enreda en conversaciones sobre chicas y sexo, materias en las que ninguno de ellos está demasiado versado. Eran otros tiempos, más pacatos, sin un internet que despejara las dudas, por lo que el descubrimiento de un libro sobre educación sexual, con fotos en blanco y negro y a color, es toda una revelación para los tres muchachos. Hasta el punto de que toman notas para tenerlas a mano ante cualquier contingencia.
El “terrible trío” se enreda en conversaciones sobre chicas y sexo, materias en las que ninguno de ellos está demasiado versado
Más tardes de juegos y carreras, de risas tontas mientras se comparte un helado, de paseos por el pueblo, de hacer recados… Y la oportunidad surge una noche en el cine. Oscy se acerca a dos chicas y las invita a ver con él y con Hermie la película que
proyectan, La extraña pareja (Irving Rapper, 1942), con Bette Davis en el papel protagonista. Oscy, algo bruto por naturaleza, tras mucha insistencia, consigue besar a su reticente acompañante. Hermie, más tímido y recatado, se atreve a rodear a la suya con su brazo y se tira once minutos acariciando lo que pensaba que era un pecho y no es más que un simple hombro.
Tras la proyección, los cuatro acuerdan volver a verse y los calenturientos protagonistas atisban la posibilidad de perder la virginidad, lo que llevará a Hermie a pasar un vergonzoso trance en la farmacia del pueblo para comprar preservativos. Pero no será él quien los use durante la escapada nocturna a la playa, sino un Oscy que acabará tan exhausto como maravillado. Y es que a Hermie realmente solo le interesa la mujer de la casa del acantilado.
Herman Raucher, guionista curtido en la televisión americana durante los años dorados del medio, escribió Verano del 42 basándose en sus propios recuerdos de las vacaciones que pasó en la isla de Nantucket (Massachusetts) –aunque la película se rodó en Ben Harbor (Maine), ya que en los 70 Nantucket estaba demasiado edificado–. Los productores no confiaban mucho en el proyecto y le pidieron a Raucher que novelara el guion para generar interés entre el público. Cuando el libro se lanzó poco antes del estreno del filme, se convirtió en un éxito rotundo, en uno de los grandes best sellers de principios de los 70.
La película también arrasó en taquilla en 1971, y Raucher vio la oportunidad de escribir una secuela, Clase del 44 (Paul Bogart, 1973), en la que repetirían Gary Grimes como Hermie, Jerry Houser como Oscy y Oliver Conant como Benjie, con “el terrible trío” viviendo la experiencia universitaria. Sin embargo, la película no funcionó y ahí se truncó la carrera de los tres actores.
En Verano del 42, Raucher no solo reproducía la confusión de los adolescentes de la época en materia sexual, sino que abordaba el acontecimiento que le convirtió a él mismo en un adulto: su encuentro con Dorothy, una mujer que veraneaba ese año en la isla junto a su marido, aunque este se tiene que marchar en mitad de las vacaciones a combatir en la Segunda Guerra Mundial.
Raucher refleja a través de su álter ego Hermie aquella experiencia: cómo, tras espiarla, se acerca a ella una mañana para ayudarla a llevar provisiones a casa y cómo poco a poco van estableciendo una entrañable amistad, aunque el protagonista se enamora perdidamente. Hasta que todo desemboca en una noche en la que Hermie va a visitarla y descubre, junto a una botella de whisky y un cenicero lleno de cigarrillos, una carta del ejército en la que le informa de la muerte del marido en el frente.
Hermie la consuela, ambos bailan entre lágrimas una triste canción y acaban haciendo el amor de manera tierna y delicada. Tras esa noche, Dorothy, interpretada con magnetismo por Jennifer O’Neill, desaparece dejando tras de sí una carta de despedida en la que le dice a Hermie que nunca lo olvidará y que espera que con el tiempo encuentre la manera de recordar lo que pasó entre ellos.
El director Robert Mulligan, que captura con su cámara la radiante belleza del verano, aplica la fórmula que tan bien le funcionó en Matar a un ruiseñor (1962): estamos ante un filme que empieza y acaba con la voz en off del protagonista ya adulto, por lo que se trata de una nostálgica mirada al pasado reciente a través del tamiz de los recuerdos, punteada con la emotiva y melancólica banda sonora de Michel Legrand, que recibió por ella el Óscar.
“En el verano del 42 asaltamos el puesto de guardacostas cuatro veces, vimos cinco películas y llovió nueve días. A Benjie se le rompió su reloj, Oscy regaló su armónica y en un sentido muy especial yo perdí a Hermie para siempre”, relata la voz del protagonista. El verano, en definitiva, como el final del paraíso de la niñez y la puerta de entrada al vértigo, el dolor y el desconcierto de la madurez.
'Verano del 42' está disponible en Rakuten y Apple TV.
American Graffiti, la bendición de ser joven
Los adolescentes de Verano del 42 (1971) y American Graffiti (1973), obras casi contemporáneas, están separados por dos décadas –las mismas que median entre Robert Mulligan y George Lucas, cuyos estilos resultan antagónicos tras la cámara–, pero parecen de galaxias muy lejanas. En American Graffiti, otro coming of age, Curt y Steve nos llevan a dar una vuelta en coche por Modesto (California) en una calurosa noche de verano, mientras el Hombre Lobo pincha rock’n’roll en la radio. Un vibrante retrato de la generación del baby boom en un instante cultural irrepetible.