Déjame salir (2017) es una de las mejores películas del siglo XXI. Bajo la forma de modélica película de terror gótico, Jordan Peele (Nueva York, 1979) construye una brutal metáfora sobre la discriminación racial. Pocas veces el género ha servido para recrear una fábula con tanto calado social y político. Peele logra entretenernos, aterrorizarnos y, al final, dejarnos devastados con un certero retrato de la pulsión racista que sigue latiendo en Estados Unidos y por extensión en Occidente.
Después, con Nosotros (2019), nos fascinaba con otra ”película de terror” en la que revivía el mito de Doctor Jekyll y Mister Hyde para hablar de la eterna dualidad del ser humano.
Convertido de manera definitiva en un verdadero “autor” de Hollywood, Peele es uno de esos escasos directores como Paul Thomas Anderson, Tarantino o Lynch que participan de la industria pero hacen lo que les da la gana. Nop es una película atípica de terror que, como las anteriores, quiere ser mucho más que un mero vehículo para provocar sustos al personal.
'Nop' es una película atípica de terror que quiere ser mucho más que un mero vehículo para provocar sustos al personal
El director, lejos de buscar el horror en lo sanguinario, nos interpele a indagar en nuestra alma para encontrar partes oscuras como seres humanos y como sociedad. El terror, por tanto, es una parte oculta, pero latente, del mundo visible, un reverso negativo de lo que vemos que nos conduce a lo que sentimos que sucede.
Como el racismo, que se enmascara bajo la corrección política o las formas exquisitas de los burgueses de Déjame salir, Peele profundiza en la realidad para mostrarnos la perversión que se esconde detrás de la “vida civilizada”.
Fenómenos extraños
En Nop, como en Nosotros, lo fantástico nos conduce a una dimensión psíquica. Si en aquella película reflexionaba sobre la forma en que podemos ser desconocidos para nosotros mismos, sobre el monstruo que se agazapa y se convierte en nuestro peor enemigo, en Nop no está muy claro qué quiere contar con esta especie de fábula new age al estilo California en versión oscura.
La película trata sobre dos hermanos, O. J. Haywood (Daniel Kaluuya) y Emerald (Keke Palmer), que han heredado un rancho donde se crían caballos en el desierto californiano. No es un rancho cualquiera, ya que esos caballos se utilizan para producciones de Hollywood desde los inicios mismos del cine y forman parte de la leyenda del wéstern. Tras la extraña muerte del padre, los hermanos comienzan a detectar que suceden fenómenos meteorológicos extraños que parecen ser señales extraterrestres.
Hay mucho de Shyamalan en esta película donde los protagonistas se enfrentan a lo fantástico con una mezcla de asombro y temor. Jordan Peele no es un director cualquiera y en la más “trascendental” de sus películas nos brinda algunas imágenes bellísimas como esos muñecos de plástico ondeando al viento o, sobre todo, las secuencias protagonizadas por el cowboy asiático que dirige un parque temático del wéstern. En esas secuencias disfrutamos de la capacidad de Peele para crear imágenes que respiran verdadero cine.
El propio cine, como posibilidad potencial de captar lo trascendente, aparece en la película mediante la figura de un director de fotografía que ayudará a los protagonistas a capturar, y comercializar, los fenómenos extraños que azotan su vida.
Poco a poco, la película entra en el terreno de lo poético y al mismo tiempo se pierde en una historia tan simbólica que acaba perdiendo su conexión no solo con lo real, también con lo verosímil.