Hace ocho años, Alberto Rodríguez (Sevilla, 1971) triunfó en San Sebastián con La isla mínima, uno de los mayores éxitos recientes del cine español. En aquel thriller, la búsqueda del asesino de una joven en las marismas del Guadalquivir se convertía en una radiografía de las desigualdades sociales en una Andalucía aún machacada por el señoritismo y los grandes latifundios.
En plena Transición, Rodríguez trataba un asunto muy cercano a sus inquietudes como también vimos en la espléndida Grupo 7 (2014), o sea, la colisión entre lo legal y lo justo, la dificultad para discernir dónde empieza el ejercicio legítimo de la fuerza y dónde comienza la barbarie. Todo ello, en un país como España en el que los cuarenta años de franquismo seguían pesando como una losa.
Modelo 77 es una película cien por cien de Alberto Rodríguez, ese hombre que suele recurrir al thriller para contar historias con calado social y político. Lo vimos también en otro de sus filmes, también presentado en Donostia, como El hombre de las mil caras (2016), donde exploraba las cloacas del Estado a partir de la controvertida figura del espía Francisco Paesa y su implicación en los GAL.
En este nuevo filme, no hay matices entre lo legal y lo justo ya que coinciden perfectamente, lo que vemos son funcionarios de prisiones torturando a reos, esa dificultad del Estado, de cualquiera, pero de manera más específica del español después de la oscuridad del franquismo, para cumplir con las leyes que él mismo dicta.
El protagonista es Manuel (Miguel Herrán), un chaval condenado por estafa después de caer en la trampa que le urdió el hijo del dueño de la empresa para la que trabajaba. Esa condición de mártir social más que de delincuente es quizá el primer fallo de una película disfrutable pero falta de cierta garra y con tendencia a quedarse en la barrera. Sucede en Barcelona, en la mítica Modelo, templo del horror en pleno centro de la ciudad durante muchos años, una cárcel en la que Manuel aprenderá primero a odiar y donde luego logrará redimirse afiliándose a un sindicato en defensa de los derechos de los presos, COPEL (Coordinadora de Presos en Lucha).
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Ante unos funcionarios acostumbrados a utilizar de manera sistemática la violencia durante el franquismo sin que nadie les tosa, el protagonista y otros (muy particularmente su compañero de celda, un barbudo aficionado a la ciencia ficción interpretado por Javier Gutiérrez) lucharán por acabar con la institucionalización del maltrato y un objetivo aun más ambicioso como la amnistía, cosa que lograron en el caso de los presos políticos pero no en el de los delincuentes comunes.
Con la eficacia conocida, Rodríguez cuenta su historia como si se tratase de una gran épica, el pobre pardillo que casi alcanza la categoría de héroe para finalmente convertirse en un superviviente, la eterna historia de la inevitable decepción que acaban comportando los grandes ideales cuando se confrontan con la realidad. Es una película correcta que se ve con interés y tiene algunos momentos vibrantes, muy especialmente los protagonizados por un Fernando Tejero dando mucho miedo como capo carcelario. Le falta, sin embargo, algo de lo mismo que anda buscando, una cierta épica, y le falta ser un poco más original y arriesgada para terminarnos de seducir.
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Lacuesta, Ozon y Mungiu
Por otra parte, San Sebastián ha comenzado a tope con la sección Perlas de Otros Festivales, que sirve como puerta de entrada a nuestro país de películas que han triunfado en otros certámenes. Como si el festival tuviera prisa por quitárselas de encima, en una sola jornada ha proyectado lo nuevo de Isaki Lacuesta, Un año, una noche (2022), vista en el último Festival de Berlín; Peter Von Kant, de François Ozon, estrenada también en Alemania, y R.M.N., de Cristian Mungiu.
Son películas que tendrán un impacto considerable cuando se estrenen en salas comerciales, habrá tiempo entonces de profundizar. Brevemente, en Un año, una noche, Lacuesta explora las consecuencias del trauma a través de una pareja que sufrió en directo los atroces atentados yihadistas de Bataclan. Es una película hermosa, original en su planteamiento por la forma en que nos cuenta cómo las secuelas del horror no se quedan congeladas en unos momentos de locura y dolor como un atentado terrorista sino que permanecen incrustadas en el alma durante mucho tiempo.
En Peter Von Kant, Ozon homenajea a su director fetiche, Fassbinder, en una película barroca inspirada en Las lágrimas de Petra Von Kant, del propio director alemán. Cuenta, de manera muy libre, la relación amorosa entre un prestigioso director y un joven magrebí al que lanza al estrellato. Hay verdad y hay dolor detrás de sus imágenes en una película que trata más los estragos del paso del tiempo que la pasión puramente amorosa, la juventud como forma de inmortalidad.
R.M.N., de Cristian Mungiu, el hombre que alcanzó la gloria con la Palma de Oro de 4 meses, 3 semanas, 2 días, se acerca a la obra maestra. Cuenta lo que sucede en un pueblo de Transilvania cuando aparecen dos inmigrantes de Sri Lanka para trabajar en una fábrica de pan. Con talento, hondura, diálogos excepcionales y mucha inteligencia, Mungiu realiza la mejor disección hasta la fecha sobre el asenso de la ultraderecha en Europa. No hay discursos fáciles, ni conclusiones baratas, solo profundidad y asombro. Es un peliculón.