Fue una de las estrellas eróticas más carismáticas y recordadas, no solo por el tamaño de sus pechos. Protagonista de varias de las míticas producciones erótico-festivas del cineasta Russ Meyer, como Megavixens (Up!, 1976) y Más allá del valle de las ultravixens (Beneath the Valley of the Ultra-Vixens, 1979), Francesca “Kitten” Natividad, fallecida el 24 de septiembre pasado, go-go y artista de burlesque, protagonizó más de sesenta película para cine y vídeo, participando tanto en producciones estándar como My Tutor (1983), Jóvenes alocados (The Wild Life, 1984) o 48 horas más (Another 48 Hours, 1990), como en un buen número de filmes “para adultos”, eufemismo al uso en la industria para referirse el porno explícito o hardcore.
Francisca Isabel Natividad, pareja durante quince años de Russ Meyer, se convirtió como “Kitten” Natividad en un auténtico icono pop, invitada recurrente en shows televisivos, vídeos musicales, documentales y festivales de cine adulto, admirada por figuras como John Waters o Quentin Tarantino. En ningún momento se arrepintió de su trabajo y, mucho menos, de sus filmes con Meyer.
En 2004, entre otras ocasiones, lo dejó muy claro: “Estoy orgullosa de ser una chica Russ Meyer. Hay montones de mujeres hermosas con estupendos cuerpos e incluso pechos más grandes que los nuestros, pero no son chicas Russ Meyer. Nosotras somos muy, muy especiales”. Algo que comparten con ella Tura Satana, la increíble Varla de Faster, Pussycat! Kill! Kill! (1965), Uschi Digard, Lorna Maitland, Shari Eubank o Raven De La Croix, todas ejemplos perfectos del ideal de heroína meyeriana: mujeres de bustos hiperbólicos, agresivas, dominantes y siempre superiores a los patéticos ejemplares masculinos habituales en su cine, que se debaten entre la impotencia y la brutalidad, siendo vencidos dentro y fuera de la alcoba.
El cine de Russ Meyer, en sus mejores y también en algunos de sus peores ejemplos, es una lección de sexploitation subvertida desde dentro por una imaginación formal digna de Orson Welles o Eisenstein y por un discurso satírico que pone en tela de juicio los valores más conservadores de la sociedad estadounidense en particular y occidental en general, burlándose del machismo americano, así como de la hipocresía puritana de los fascismos tanto cotidianos como históricos (sus parodias del nazismo no tienen desperdicio).
Naturalmente, sus dosis de violencia gráfica y metafórica, ironía, sexo libre y, de hecho, celebración hipersexualizada del principio femenino, solo al alcance de erotómanos y drag queens de todos los sexos, serían hoy impensables. Por eso, en lugar de seguir los senderos abiertos por su cine, es preferible mantenerlo en la celda acolchada del retro, la nostalgia pop, el camp y el vintage, olvidando que hubo un tiempo en el que Russ Meyer y sus vixens suponían una auténtica avanzada de la liberación sexual, la emancipación y el poder femeninos y la sátira social inteligente.
Que la muerte de “Kitten” Natividad haya pasado casi desapercibida salvo para los fans y algunos medios (eso sí: entre ellos el New York Times), especialmente en nuestro país, es un signo inequívoco de estos tiempos neopuritanos que disocian, de forma esquizofrénica, feminismo y libertad sexual, derechos de género y libertad de expresión.
Erotismo de clase "S"
Casi peor es el caso del director francés Just Jaeckin, cuyo fallecimiento el 6 de septiembre de este año fue despachado con una necrológica tan escueta como árida, con apenas las referencias de rigor a Emmanuelle (1974), destacando tan solo que el resto de su filmografía nunca volvió a conseguir el éxito de taquilla y público de su primera película.
Lo cierto es que Jaeckin, excelente fotógrafo de moda, escultor y director artístico de la revista Paris Match en los años 60, además de ocasional realizador de vídeos musicales, creó no solo un fenómeno sociológico sino un estilo cinematográfico que, guste o no, dominó gran parte del género erótico europeo, de mediados de los años 70 a principios de los 80.
Elegante o relamido, esteticista o cursi, pretencioso o inteligente, elija cada cual, el cine erótico de Jaeckin, que llegó a nosotros con una sugerente y sensual “S” avisando de que sus imágenes podían herir la sensibilidad del espectador, parte siempre o casi siempre de prestigiosos originales literarios.
Ya sea la escandalosa Emmanuelle de Emmanuelle Arsan (¿o de su marido Louis-Jacques Rollet-Andrianne? Nos da lo mismo…); ya sea la turbia Historia de O, de Pauline Réage (seudónimo de Anne Desclos), para cuya adaptación contó con la colaboración del escritor Sébastien Japrisot; Madame Claude, según la obra de Jacques Quoirez (hermano de Françoise Sagan) e incluso el gran clásico eternamente censurado El amante de Lady Chatterley de D. H. Lawrence, las novelas elegidas por Jaeckin son de lectura obligada para el amante, nunca mejor dicho, de la literatura erótica en particular y de la literatura en general. El mismo que llora hoy amargamente la desaparición de una colección como La sonrisa vertical, donde, precisamente, se editaran todas estas y otras excelentes lecturas sicalípticas.
En sus versiones para la pantalla, Jaeckin se veía voluntariamente obligado a rebajar el contenido explícito de las novelas, dejando así de lado la tentación pornográfica, equilibrando su narrativa y formato con elegantes dosis de sensualidad estilizada, música sugestiva, fotografía almibarada y decorados decadentes, exóticos y bellamente fotografiados.
Sylvia Kristel y Corinne Cléry figuraron entre sus principales musas. Mujeres delgadas, de pechos pequeños, rostro inteligente y actitud voluptuosa pero desafiante, la primera como la liberada Emmanuelle, la segunda como la voluntaria y gozosamente esclavizada “O”, en esa hierática odisea sadomasoquista que hace parecer Cincuenta sombras de Gray (2015) un telefilme de sobremesa.
Pero también la gélida cámara de Jaeckin supo sacar provecho a la presencia de actores igualmente sensuales e inquietantes como Alain Cuny, Udo Kier, Murray Head, Klaus Kinski o Nicholas Clay. Para el director francés, cuyos filmes satisfacen igualitariamente las inclinaciones de cualquier voyeur, sean cuales sean sus preferencias sexuales, no solo el cuerpo femenino merece el honor de ser cosificado.
Tampoco es cierto que después de Emmanuelle la carrera de Jaeckin cayera en picado. Si bien es verdad que el masivo éxito de Emmanuelle no se repetiría, tanto Historia de O (1975) como Madame Claude (1977) se convirtieron en clásicos automáticos del erotismo cinematográfico softcore (o suave). Su estilo devino seminal (en más de un sentido), contagiando todo el género. Mientras Hollywood tenía su porno chic, más explícito y casi siempre satírico o hasta paródico, Europa presumía con razón de estilo y clase, mucha clase.
A menudo se olvida también su simpática Hombre objeto (1978), de ambiente circense y romántico espíritu surrealista, dirigida por Jaeckin en coproducción con España y protagonizada por la no menos icónica Dayle Haddon, acompañada por Fernando Rey como jefe de pista. Jaeckin se despidió del cine con Chicas (Girls, 1980), drama adolescente con una jovencísima Anne Parillaud, y con la delirante Gwendoline (1984), que convierte el clásico del cómic sadomasoquista underground en un
fantasioso tebeo erótico europeo, más cerca del Guido Crepax de Valentina que del americano John Willie, su creador original. A esas alturas, estaba claro que el cine “S” era ya historia.
La muerte de Eros
Podría creerse que, en cierto modo, el cine erótico “S” tanto como la sexploitation y el porno chic americano, ejemplificado este último por títulos míticos como Garganta profunda (Deep Throat, 1972), El diablo en la señorita Jones (The Devil in Miss Jones, 1973) o Tras la puerta verde (Behind the Green Door, 1972), de directores como Gerard Damiano o los hermanos Mitchell, habían derribado definitivamente los tabúes sexuales de la industria cinematográfica, por lo que ya no tenía mucho sentido seguir abundando en ellos.
Tanto las películas “S” de prestigio, como las de Jaeckin, como el porno de calidad que había conquistado los cines de Nueva York y Los Angeles, eran productos consumidos por un público adulto y liberal, de clase media e incluso media alta. Era moderno y progresista, propio de personas educadas, maduras y liberadas, entender el sexo y el erotismo cinematográficos, incluso con cierto grado de exhibición gráfica, como algo perfectamente disfrutable, tanto en pareja como en solitario o en cualquier otra combinación posible.
El mayor contenido de sexualidad explícita en el cine de autor y comercial medio, tanto en Europa como en Hollywood, parecía presagiar que pronto no sería necesario etiquetar sus producciones como “S” o “X”, más un cínico reclamo que otra cosa. El fenómeno del éxito de El último tango en París (Ultimo tango a Parigi, 1972) de Bertolucci estaba ahí para demostrarlo. Nada más lejos de la realidad. El SIDA, el neoconservadurismo de la segunda mitad de los 80 y el principio del imperio de la corrección política iban a ser los verdaderos culpables de la muerte del cine erótico.
Pese a la postura lúcida y combativa de muchas feministas de la tercera ola respecto al erotismo y la pornografía, como Betty Friedan o Jamaica Kincaid, de directoras y artistas como Annie Sprinkle y Monika Treut o de pensadoras independientes tan variopintas como Susan Sontag, Marguerite Duras, Nadine Strossen, Ellen Willis, Angela Carter, Susie Bright, Marcia Pally o, por supuesto, Camille Paglia y Virginie Despentes, entre otras abogadas del diablo en el cuerpo y de la libertad de expresión, ha sido la posición radicalmente anti-porno de feministas como Andrea Dworkin, Catharine MacKinnon, Gloria Steinem o Page Mellish, que asimilan e identifican por completo pornografía con violación, tráfico sexual, heteropatriarcado, machismo y cosificación de la mujer, la que está dominando el discurso no solo feminista, sino general, en la sociedad actual y, por tanto, también en la industria y el arte cinematográficos.
El más o menos sutil vacío hecho a las muertes de figuras como las de “Kitten” Natividad y Just Jaeckin representa solo una suerte de metáfora del oscurecimiento y olvido que se está proyectando sobre el papel que el cine erótico y el porno chic, sin olvidar tampoco sus sombras y aspectos oscuros, tuvo en la liberación sexual y la emancipación femenina, desde los años 60, en los que Russ Meyer comenzó su carrera, hasta los 80, en los que Jaeckin abandonó la suya.
El acento puesto por la mayor parte del pensamiento y la ideología dominante, se le denomine corrección política, woke, liberal o progresista, en desterrar el sexo de las pantallas y demonizar no solo la industria del cine para adultos, sino películas como Barbarella (1968), Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971), El último tango en París, Tamaño natural (1974), Saló o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975) o El imperio de los sentidos (Ai no korîda, 1976) y a sus directores, está consiguiendo lo que ningún censor franquista ni la Oficina Hays habían logrado antes: hacer realidad el sueño monjil y jesuítico de un cine sin desnudos, sin genitales, sin sensualidad, sin cuerpos (ni mentes) enzarzados en la gozosa y cruel batalla del amor.
Muy lejanas parecen ahora las miradas cómplices y nostálgicas de películas de éxito como Boogie Nights (1997) de Paul Thomas Anderson o el documental Dentro de garganta profunda (Inside Deep Throat, 2005) de Fenton Bailey y Randy Barbato, con su desprejuiciado análisis de la edad dorada del porno. En lugar de, como pretendieran ingenuamente algunos cineastas contemporáneos como Catherine Breillat, Michael Winterbottom, John Cameron Mitchell, Lars von Trier, Abdellatif Kechiche o la propia Virginie Despentes, integrar visualmente el sexo gráfico y el erotismo de forma natural en las historias, incluso aunque estas no sean necesariamente de temática erótica, el cine actual ha vuelto a unos códigos narrativos puritanos, beatos y tímidos, hasta cuando aborda, precisamente, asuntos directamente sexuales.
La trágica paradoja del cine actual es que, en un momento en el que se prescribe casi obligatoriamente la reivindicación del sexo sin fronteras de género, de las relaciones fluidas, del mundo LGTBI+ y del poliamor, los filmes que tratan estos y otros temas afines se prohíben a sí mismos disfrutar con la erótica de la imagen, de los cuerpos y la libido. Se vuelven sus peores enemigos, despojando al espectador del derecho a la fantasía y el placer escópico, a la sublimación de la lujuria animal, la catarsis terapéutica y sanadora del deseo prohibido realizado vicariamente.
Por miedo a ser llamados sexistas, por temor a la cosificación (que es la esencia de todas las artes plásticas), a la descalificación ideológica. En definitiva: por miedo a la censura, se está retornando a un infantilismo en los códigos representacionales y a una infantilización del espectador sin precedentes en la historia del cine, que recuerda la obligación impuesta por el Código Hays a los guionistas y directores de que los matrimonios de película durmieran en camas separadas o a la mano del cura que tapaba la lente del proyector en la sala del colegio, cuando los protagonistas de la película se excedían en el ardor de sus besos o estaba a punto de asomar un seno semidesnudo en cualquier filme de Tarzán o Maciste, para salvaguardar así la inocencia de nuestros ojos infantiles. Con poco éxito, por otro lado.
Paradoja todavía más cruel: mientras la pornografía ha abandonado las posibilidades creativas del cine, tanto comercial como autoral, para reinar sin problema alguno en Internet, en cientos de páginas web a un clic de cualquier menor de edad que tenga portátil o móvil, sin importarle un comino la desaprobación o repulsa de las feministas radicales, el cine erótico para adultos ha sido desterrado de todas las pantallas, excluyendo de la narrativa audiovisual un campo de la experiencia humana tan rico y fundamental como el de las relaciones sexuales consideradas como una de las bellas artes.
No solo es la muerte del cine erótico sino, peor aún: la muerte del erotismo en el cine. Armados y armadas con buenas intenciones, ingeniera social, virtudes liberales teóricamente progresistas y celo moral, se está asesinando a Eros con premeditación y alevosía. Y cuando ya esté bien muerto y enterrado, solo quedará, como en la Era de Ultrón, el reino de Tánatos.