Cuesta pensar en un cineasta más kamikaze que Eduardo Casanova (Madrid, 1991). En el cine español actual no existe parangón, mientras que en el panorama mundial debe de estar en el podio en cuanto a riesgo.
El carrusel de provocaciones visuales de La piedad, quizá algo inferior al de su debut Pieles (2017), es en todo caso vastísimo (con v, pero también con b): el vómito de dos comensales poniendo fin a una cena, un dedo del pie cercenado con un cortauñas, una extracción de sangre dilatada en el tiempo, una operación a cerebro abierto, una vagina miccionando en primer plano…
En tiempos del hiperrealismo de Avatar: el sentido del agua, uno se pregunta cómo sería ver este filme en una sala 4DX (con asientos en movimiento y vibraciones, con chorros de aire y de agua e incluso olores). Lo cierto es que ya de por sí el visionado es una experiencia extremadamente física: uno diría que el filme huele a podrido (adjetivo que sirve para la relación de los protagonistas), que salpica, que te golpea en el estómago y, si eres capaz de entrar en el peculiar universo de Casanova, también un poco más arriba.
La piedad, que se estrena este viernes tras ganar el Premio Especial del Jurado de la sección Proxima del Festival de Karlovy Vary el pasado mes de julio, no es un filme para aprensivos o escrupulosos, o quizá sea en realidad una terapia de choque para este tipo de personas.
El relato, en el que Casanova exorciza una dura depresión que atravesó en los últimos años, afronta la tóxica relación que mantiene Mateo (Manel Llunell) con su madre Libertad (una divertidísima Ángela Molina, sin ningún miedo al riesgo), psicosomática y de extrema dependencia.
Aunque Mateo trata de liberarse de ella, el diagnóstico de un cáncer cerebral ofrece a la progenitora la excusa perfecta para seguir controlando los impulsos de su hijo. Tan solo la intervención de una psicóloga (María León) y de la nueva pareja del padre ausente (Ana Polvorosa, actriz fetiche de Casanova), abrirá una vía de escape para que Mateo corte de manera definitiva el cordón umbilical.
Planteado como un extravagante filme de terror, La piedad presenta su principal metáfora con la sutilidad de un cañonazo: la relación materno-filial es para Casanova similar a la que establece un dictador con su pueblo, en concreto alguien tan insufriblemente paternalista como Kim Il-sung, el fallecido Líder Supremo de Corea del Norte. Así, a través de noticieros y con escenas extemporáneas ambientadas en el país asiático, de naturaleza teatral y brillantemente rodadas, se establece el obvio paralelismo.
La valentía del director y su ambición transgresora, como ya se ha dicho en alguna ocasión, quizá solo admita comparación con el primer Almodóvar, aunque su imaginario visual sea mucho más estilizado: la puesta en escena es profundamente kitsch, minimalista y está colonizada por distintos tonos de rosa, que contrastan de manera extrema con la crudeza de tantas escenas. Pero todo está al servicio de una historia que no por excesiva deja de tener un fondo realista con el que todos podemos empatizar.
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En cualquier caso, Casanova, con su juventud (31 años), demuestra una personalidad única como cineasta, aunque parece difícil que haya mucho más camino que recorrer en esta dirección sin caer en la repetición y la autocomplacencia. Veremos si es capaz de llevar su cine a nuevos y valiosos territorios.