Murió con las botas puestas. La imagen de Agustí Villaronga (1953-2023), muy debilitado y demacrado por el cáncer que le estaba corroyendo, rodando Loli Tormenta este pasado verano, con guion del escritor de cómics y animador Mario Torrecillas, da fe de su pasión y compromiso con el cine. Aún le quedaban muchas películas por hacer, quizá las mejores, por lo que su muerte a los 69 años nos quita a uno de los cineastas más personales e insobornables del cine español, penúltimo mohicano de una raza única de artistas.
Loli Tormenta, con Susi Sánchez y un recuperado Fernando Esteso, será su última película, la historia de unos niños de barriada de Barcelona que tratan de ocultar la enfermedad degenerativa de su abuela para no ser enviados a un orfanato. Veremos el retrato de una lucha contra la muerte, de un canto a la vida, como su propia realización cuando la propia muerte ya le rondaba como el caballero oscuro de El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957).
Los niños y la muerte fueron dos constantes en una filmografía que con frecuencia utilizaba los contrastes, entre la vida y la muerte, entre la luz y la oscuridad, entre el bien y el mal.
Villaronga amó a Bergman, pero también a Pasolini y Eloy de la Iglesia, quizá sus otros dos grandes referentes. Con Villaronga se muere una forma de entender el cine casi en desuso o en vías de extinción, las películas no como vehículo de entretenimiento para pasar el rato mientras consultamos Instagram sino un verdadero esfuerzo por llegar hasta el fondo de nuestra condición humana.
En su cine se dan a la vez dos influencias que pueden parecer contradictorias de las que trató de realizar una síntesis, por una parte, el “gran cine” clásico del siglo XX, lo que entonces se llamaba “peliculones”. Por la otra, la contracultura de los años 70 y 80, los años de su juventud. Tiempos que, como explica Jordi Costa en su libro Cómo acabar con la contracultura, destacaron por su espíritu radical y libérrimo. Entre esas dos influencias, entre el manojo de la emoción y la subversión, se encuadró una filmografía muy marcada por el trauma de la guerra civil española.
La idea del mal, de la crueldad, estuvo muy presente en unas películas donde Villaronga en ningún momento se recrea sino, al contrario, observa con atención y tristeza, como ese mal se propaga, se ramifica, y dura mucho más tiempo que su propio momento. El terror acaba revelando lo más frágil y hondo del ser humano.
El cineasta creció en una Mallorca que se moría de hambre como el resto de España; un país de huérfanos, viudas, exiliados, tullidos y odios silenciados a base de terror que se refleja en su cine. Hijo de un feriante que pasó tiempo en un internado para tuberculosos, sus películas nos hablan de cómo las heridas pueden ser más sangrantes que aquello que las provocaron.
Comenzó como actor ocasional, estilista y chico para todo en los rodajes. A los 34 años dirige su primera película, la espeluznante Tras el cristal (1987), seleccionada en el Festival de Berlín, en la que narra la venganza de un niño abusado durante la II Guerra Mundial contra el jerarca nazi que le destrozó la vida. Allí ya vemos el tema que quizá será la clave de su filmografía, cómo el terror destruye y acaba igualando a verdugos y víctimas, que acaban intercambiando sus papeles. En la película, Angelo, el que fuera niño abusado, acaba convirtiéndose en opresor. El ciclo continúa.
Un cineasta vanguardista
En el año 1989, regresa al asunto de las infancias complicadas con la extraña e hipnótica El niño de la luna, donde narra la historia de un niño blanco que está obsesionado con ser un Dios que espera una tribu de africanos. En una Europa devastada por la guerra, en la película vemos un tema en el que profundizará en sus dos grandes obras, El mar (2000) y Pa negre (2010), o sea, cómo el mundo mágico, poético, sirve como escapatoria para una realidad triste y trágica. Presentada en sección oficial del Festival de Cannes, es un experimento fascinante en el que esboza una poética que pronto explotará en todo su potencial.
Dos años después, con El mar firma una obra sobresaliente, en la que todo lo enunciado en sus anteriores películas adquiere definitiva consistencia. Ambientada en un sanatorio de la Mallorca de posguerra, cuenta la amistad entre dos jóvenes enfermos de tuberculosis: el vitalista, furioso y atolondrado Ramallo (Roger Casamajor) frente a su amigo, el sensible, devoto y melancólico Tur (Bruno Bergonzini). Adaptación de una novela de Blai Bonet, en la película brilla la poética de Villaronga en todo su esplendor al contarnos una historia de amor homosexual, desdichado, en el que la garra cruel de la muerte contrasta con la juventud de sus protagonistas. De nuevo, con ese secreto espantoso del pasado, pecado nunca resuelto, vemos esa idea de cómo la guerra civil no terminó en el 39 con el silencio oficial de las armas sino que sus ecos perduraban mucho tiempo después.
La película más célebre de Villaronga sobre la guerra civil la rueda diez años después, Pa negre (2010), adaptación de una novela de Emili Teixidor, en la que el director alcanza su más alto grado de excelencia poética realizando, además, una meticulosa reconstrucción del mundo rural de la Cataluña profunda. Ganó nueve Goyas y fue un gran éxito de taquilla con el que el director dejó de ser un secreto de selectas minorías.
Una vez más, el protagonista es un niño, Andreu (Francesc Colomer), hijo de un perdedor de la guerra del bando republicano, empeñado en salvar la vida de su padre para que no pague por un crimen que no ha cometido. En la película, el odio político se solapa con las rencillas personales.
Visualmente deslumbrante, en Pa negre la oscura realidad de la posguerra se mezcla con el imaginario infantil de un niño fantasioso. La película no trata de contarnos una historia de buenos y malos, buscando las complejidades del momento histórico, en el que todos acaban siendo perdedores de una barbarie devastadora. Destaca el trabajo de Nora Navas como madre que quiere sobrevivir a toda costa en una película compleja y al mismo tiempo vibrante.
Las últimas películas
Con Incierta gloria (2017) el director vuelve a la guerra civil en la Cataluña interior, tierra agreste en la que las rivalidades políticas y familiares se deciden casa a casa, palmo a palmo. Cuenta la atracción devastadora que ejerce una mujer, la “Carlana” (Núria Prims), sobre dos hombres jóvenes y manipulables, Marcel Borràs y Oriol Pla. Villaronga vuelve a demostrar su pulso para calibrar las pasiones humanas y su conocimiento profundo de una cultura ancestral, rural y brutal, en la que la religión, el poder y el odio crean un cóctel explosivo.
No demasiado comprendida en su momento, El rey de la Habana (2015) merece una revisión. Adaptación de una novela de Pedro Juan Gutiérrez, hay un homenaje muy claro, muy directo, a los perdedores de la historia, a las clases humildes. En una capital cubana depauperada y sórdida, es una historia trágica de picaresca en la que el vitalismo de su joven protagonista (Maykol David Tortolo) vuelve a servir como contraste de una realidad durísima. Surge un tema fundamental en la filmografía del director como las relaciones de poder y su abuso, la forma en que quienes están en una situación vulnerable son carne de cañón en un mundo en el que los fuertes imponen su dominio económico, emocional y sexual.
Nueva adaptación literaria, El ventre del mar, sobre un original de Alessandro Baricco, vuelve a traslucir el compromiso social del cineasta, que se fue acentuando en el último tramo de su filmografía. Haciendo un paralelismo con el hundimiento en 1816 de una fragata francesa, cuyos supervivientes recurrieron al canibalismo para no morir, con la situación actual de los refugiados, la película es un experimento audiovisual con aires teatrales en el que el director reflexiona sobre la condición del ser humano sometido a una tensión insoportable, sobre lo que nos hace seres al mismo tiempo sublimes y monstruosos. Los “inconsolables” son los supervivientes, condenados a arrastrar consigo la imagen del infierno.
Inconsolables nos hemos quedado todos los amigos de Villaronga, hombre bueno, generoso, amante de sus amigos. La tristeza es demasiado grande. Quienes fuimos sus amigos nunca podremos olvidarlo. Por mi parte solo me queda darle las gracias, allí donde esté. En el fondo del mar, quizás, como los protagonistas de esa película tan hermosa rodada en su Mallorca natal, el lugar al que siempre regresaba. Al mar.