Elvira Navarro (Huelva, 1978) escribe con una sencillez aparente (subráyese el adjetivo aparente). Es cierto que cuenta historias sobre la realidad, pero, como ella misma reveló en una entrevista a El Cultural, “hay muchos relatos en pugna por lo que es lo real, ya que la realidad […] no son hechos puros, sino interpretaciones de hechos, porque no hay una única idea de qué es la realidad”. Corría el mes de enero de 2019 y la autora celebraba la publicación de La isla de los conejos, su por entonces última obra.
La respuesta se debía a que, en los cuentos que la forman, Navarro utilizaba la realidad como materia prima y la retorcía hasta conseguir que mostrara cierto componente fantástico. También jugaba con lo periférico, e incluso con lo que bordea la normalidad y en algunos casos la traspasa, al igual que sucede en Las voces de Adriana.
Esta, sin embargo, es una novela, aunque en ella se percibe que la escritora está cómoda con los géneros breves, como ha manifestado en varias ocasiones. De hecho, las tres secciones en las que se divide el texto (“El padre”, “La casa” y “Las voces”) podrían parecer relatos independientes, si no fuera por las repeticiones de contenido y por las constantes alusiones a los mismos personajes, dado que el tono, la materia principal e incluso el punto de vista es distinto en cada una. Esta diversidad, hay que decirlo, no se percibe como virtud porque confunde al lector y lo desorienta.
En Las voces de Adriana se explora el mundo de la familia, tan en boga en la literatura reciente. Si en “El padre” se impone la perspectiva de la hija que, tras la muerte de la madre, se siente obligada a atender y a comprender a su progenitor, “La casa” define el espacio en el que habitó la abuela, aunque también la madre y la nieta en diferentes momentos. Y en “Las voces”, que sin duda es la parte más lograda, se ahonda en la vida, a menudo dramática, de las tres. En ella destaca la forma polifónica que adopta el mensaje por la intercalación de sus intervenciones que, de forma significativa, cuentan los hechos en primera persona.
La narración indaga en un conglomerado de temas (el amor, la pareja), muchos de los cuales se analizan desde una triple perspectiva temporal, vital e ideológica
La narración indaga en un conglomerado de temas, muchos de los cuales se analizan desde una triple perspectiva temporal, vital e ideológica. El amor, por ejemplo, y las relaciones de pareja, incumben tanto a Adriana como a su madre y a la abuela, de modo que en el texto se describen matrimonios sin amor, apenas destinados a procrear, pero también parejas que surgen de webs de citas, y todas resultan igualmente insatisfactorias.
Las mujeres no se adaptan a vivir en un mundo en el que a menudo no tienen voz (“He tenido siempre lo que quería porque lo que quería coincidía con lo que tocaba”, proclama la abuela), ni siquiera cuando una de ellas se convierte en la primera universitaria del pueblo. Pero tampoco es fácil para los hombres, que ahogan sus desengaños como pueden, algunos con el alcohol y otros suicidándose.
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Todos comparten la misma frustración de vivir, el duelo ante las pérdidas inevitables, el trabajo sin descanso, la educación castradora, la negación del yo, la soledad dramática, el fluir de la memoria, el peso de la conciencia y cierta necesidad de encontrar la levedad. Adriana, además, lo observa todo con cierta distancia porque es escritora, lo que hace verosímil que afloren reflexiones metaliterarias. Ella recoge el eco de las otras voces, mientras el libro deja un poso amargo porque son ásperos los motivos sobre los que trata.