Regresando a los ambientes del folclore irlandés de sus primeras obras como dramaturgo, incluso introduciendo algunos elementos místicos, Martin McDonagh ha pergeñado la mejor de las cuatro películas que ha dirigido hasta el momento, y el nivel de Escondidos en Brujas, Siete psicópatas y Tres anuncios en las afueras no era precisamente bajo.
En todas ellas, alguno de los personajes, siempre en un punto intermedio entre lo digno y lo patético, acababa protagonizando un episodio violento y desesperado, a menudo explosivo. Aquí, por contra, nos encontramos con una espantosa amenaza que se va cocinando a fuego lento y que funciona como disparador de una profunda reflexión sobre la amistad masculina.
En un lugar tan bello como despojado, tan perdido que ni siquiera una guerra civil es capaz de arribar a su costa, los habitantes parecen condenados a la soledad y a la locura. El torturado artista Colm (Brendan Gleeson) se rinde a ellas y, con el objetivo de crear en lo que le quede de vida algo que merezca la pena, decide cortar sus lazos con su amigo de toda la vida, Pádraic (Colin Farrell). Este es un hombre de tan limitado nivel intelectual que ni siquiera es capaz de percibir su simpleza, pero la ruptura le pone ante el espejo y le crea tal confusión que acabará conduciendo la situación a un enfrentamiento visceral de difícil retorno y consecuencias inesperadas.
Pese a la hondura dramática del relato, nos encontramos ante una de esas comedias negras que tan bien se les dan a los hermanos Coen, con un profundo poso humanista en el que McDonagh ofrece una mirada compasiva hacia todos los personajes, perfectamente modulados y encarnados por los actores.
La interpretación de Farrell, en un registro muy alejado a lo que nos tiene acostumbrados, es extraordinaria, otorgando a Pádraic con su contenido trabajo –Copa Volpi en Venecia– la misma dulzura que tristeza. Gleeson, por su parte, consigue dotar de verdad y melancolía las extremas convicciones de Colm.
La ruptura además tendrá consecuencias para una serie de personajes secundarios deliciosamente escritos. En especial, ese Dominic de Barry Keoghan al que Pádraic considera el tonto del pueblo (sin darse cuenta de que ese título quizá le corresponde a él mismo) y que resulta ser el único capaz de entender lo que está ocurriendo. Entre ambos se desarrolla una de las relaciones clave del filme. Por no hablar del simpático burro, uno de los grandes robaescenas del año.
Con unos diálogos punzantes y precisos, y un trabajo de fotografía que envuelve a la historia con una grandeza que coincide con la materia que aborda la historia, McDonagh ha conseguido uno de los filmes más emotivos y redondos del año.