De doce en doce años, la estructura narrativa de Past Lives, delicada y hermosa película de Celine Song, se ajusta a los tiempos de un amor imposible. El que protagonizan Nora Moon (Greta Lee) y Hae Sung (Teo Yoo). Compañeros de colegio en Corea del Sur, crecen como uña y carne hasta que Nora, con doce años, emigra con su familia a Toronto.
Doce años después, ella estudia para ser escritora y es aceptada en una residencia de artistas en Mountak (referencia a Olvídate de mí de Michel Gondry, cuya melancolía gravita sobre el filme), él estudia ingeniería en Seúl. Retoman el contacto por Facebook y las conversaciones que mantienen por Skype, agrupadas en un montaje de extraño y eficaz romanticismo, propulsan el relato a un estado emocional del que ni la pareja de amigos virtuales ni los espectadores podrán luego escapar.
Es tan intensa la compenetración entre ambos, y tan imposible su relación en la distancia, que Nora decide pasar página, expulsar de su vida de nuevo a Hae, archivar su amor en un rincón del corazón por pura supervivencia emocional. Transcurrirán otros doce años en una elipsis dolorosa.
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Ya tienen 36, ella se ha casado con un escritor judío de Nueva York y él acaba de dejarlo con la novia. Es cuando Hae Sung decide viajar finalmente a Manhattan y reencontrarse con su amor de infancia. La película que empieza a partir de ese momento encuentra una clase de sensibilidad que nos imanta.
Celine Song, norteamericana de origen coreano, parece volcar un relato autobiográfico en su ópera prima, pues desprende esa clase de energía íntima que tienen las primeras películas en busca de una suerte de exorcismo vital. Su sencillez se matiza en los detalles y en el punto de vista que adopta.
Aunque el filme arranca en la escena climática para regresar en el último tramo de la película a ella, y lo hace desde la mirada de dos observadores que se preguntan quiénes serán esas tres personas al otro lado del bar, qué parentesco les une, Past Lives nos dará respuesta a esa pregunta primordialmente desde la mirada de Nora, hija de un matrimonio de artistas que crece siguiendo los pasos, y la ambición creativa, de sus padres.
Su marido Arthur (John Magaro) es una pieza clave en una historia que, tradicionalmente, hubiera invisibilizado los miedos y los sentimientos del personaje, acaso lo hubiera convertido en un villano como el propio Arthur le comenta a su mujer en una crucial conversación que mantienen en la cama. Es un personaje con el que empatizamos, y eso hace aún más ambivalente la hermosa relación de los amigos coreanos.
No resulta fácil contar esta historia sin deslizarse por el sentimentalismo y la nostalgia estéril, sin recurrir a los énfasis lacrimógenos del género. Song logra sortear todos esos riesgos con elegancia y minimalismo expresivo, hasta conseguir que un mero paralelismo con los horizontes de rascacielos de Seúl y Nueva York encierre más emoción que las palabras que nunca se dicen, los anhelos y las emociones que no expresan abiertamente.
Hay ideas y momentos de singular belleza en Past Lives, fugaces instantes del pasado que irrumpen en el presente efectivamente como si fueran vidas y que ya hemos vivido, con una cualidad clásica que recuerda a las pasiones imposibles de Leo McCarey o Richard Linklater. Quizá, dentro de doce años, un poco como hizo el autor de la trilogía de Celine y Jessie, la cineasta Song vuelva a recuperar a sus amantes imposibles para recordarnos sus vidas pasada.
Von Trotta y el amor suicida
Otra clase de amor imposible, suicida, es el que vivieron los escritores Ingeborg Bachmann y Max Frisch. En el biopic que pone en escena, fiel a su academicismo, Margarethe Von Trotta, ese amor recorre la espina dorsal del nuevo largometraje de la cineasta alemana, que a lo largo de su admirable filmografía a lo largo de cinco décadas ya ha llevado a la pantalla las vidas de otras mujeres relevantes del pasado siglo como Rosa Luxemburgo o Hannah Arendt.
En Ingeborg Bachmann: Journey into the Desert, el relato se centra en los años que van de 1958 a 1962, desde que se enamora del dramaturgo Max Frisch en París y comienza su turbulenta relación, marcada por el deseo de emancipación de la ya entonces famosa poeta austriaca.
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Con saltos adelante y atrás en el tiempo, en constante movimiento de Zúrich, Roma y el desierto egipcio, relacionándose con el compositor Hans Werner y con Adolf Opel, el filme no se centra en la trágica muerte de la escritora, alcoholizada y adicta a las pastillas, tampoco especialmente en sus estados depresivos, sino en su sentido de la libertad y sus anhelos por el amor y el respeto en un mundo de hombres, tanto en la literatura como en su vida.
Von Trotta siempre ha tenido un enorme talento para las estructuras narrativas, y en este guion escrito en solitario, ofrece una verdadera clase magistral sobre cómo entrelazar dos periodos distintos en la vida de una personalidad única de modo que uno ilumine el otro con constantes comentarios.
Sobria y elegante, con un ritmo narrativo fluido, el filme construye el rompecabezas de la mente de la escritora en busca de una vida que esté a la altura de su talento, aunque los tiempos aún vayan por detrás de ella. Con mucho oficio, Von Trotta no permite que las palabras de su poesía carguen indiscriminadamente la pantalla, sino que los versos y las lecturas de su obra (como el famoso discurso en Berlín titulado “La verdad es soportable para la Humanidad”) se inscriben en el relato con un sentido narrativo más que con una intención poética.
En la piel de la escritora, ofreciendo otra de sus magnéticas interpretaciones caminando sobre el alambre de la fuerza y la fragilidad, nos seduce la gran Vicky Krieps, de nuevo en el papel de otra figura cultural icónica después de su transgresora interpretación de la emperatriz Sisí.
El filme emerge como un sentido tributo a una escritora que después de su muerte fue adoptada como una suerte de icono feminista, hoy muy poco leída, y aunque solo sea por el gesto de resurrección con el que Krieps invoca a esta librepensadora, merece la pena embarcarnos en su viaje al desierto.